HANNAH ARENDT: ATREVERSE A PENSAR

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Hannah Arendt, la filósofa judío-alemana, presenció el proceso contra Aldof Eichmann, el funcionario nazi responsable de transportar a millones de judíos hacia el exterminio. El resultado fue un libro, Eichmann en Jerusalén, y un concepto, la "banalidad del mal", que llama la atención respecto de que el oficial nazi no era un monstruo, sino una persona normal, un funcionario. Otro libro, La última entrevista, reúne cuatro conversaciones realizadas entre 1964 y 1973, que van desde las revueltas del 68 a la falsa disyuntiva entre socialismo y capitalismo.

Juan Rodríguez M.

Ricardo Klement volvía a su hogar en Buenos Aires después de otra rutinaria jornada de trabajo. Eran las seis y media del 11 de mayo de 1960. Bajó del bus, dio algunos pasos y fue abordado por tres hombres que lo apresaron y lo subieron a un auto en el que lo llevaron a una casa a las afueras de la ciudad. Cuando los secuestradores le preguntaron quién era, Klement respondió: “Soy Adolf Eichmann. Ya sé que estoy en manos de los israelitas”.
Se trataba del mismo teniente coronel de las SS que había estado a cargo de toda la logística para transportar a millones de judíos hacia los campos de concentración donde serían exterminados por el régimen nazi. Días después de su secuestro, Eichmann fue trasladado al aeropuerto de Ezeiza —vendado, bajo efectos de sedantes y con un pasaporte falso—, donde abordó un avión de El Al (la aerolínea nacional de Israel) que lo puso en territorio israelí para enfrentar un juicio por “crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra” (el episodio motivó una grave crisis diplomática con Argentina, que juzgó el secuestro como una violación a su soberanía). El proceso se inició el 11 de abril de 1961 y terminó el 31 de mayo de 1962 con Eichmann en la horca.

El juicio de Arendt

Cuando supo la noticia de la captura de Eichmann, Hannah Arendt —la reconocida filósofa judío-alemana autora de Los orígenes del totalitarismo— se contactó con William Shawn, editor de The New Yorker, para ofrecerse como reportera del juicio. Shawn aceptó y el resultado de esa experiencia apareció en febrero y marzo de 1963 en la revista norteamericana y luego —en mayo del mismo año— se publicó como libro bajo el título de Eichmann en Jerusalén (corregido y aumentado en 1964).
La obra le significó a Arendt un durísimo enfrentamiento con sectores judíos. Según narra Elisabeth Young-Bruehl en Hannah Arendt. Una biografía se volvieron en su contra el consejo de Judíos de Alemania y la Liga Anti-Difamación. El teólogo Gerschom Scholem la acusó de tener poco “amor al pueblo judío”. En la Universidad de Chicago muchos profesores la evitaban. El fiscal del caso Eichmann, Gideon Hausner, llegó a Nueva York para “responder a la estrafalaria defensa de Eichmann llevada a cabo por Hannah Arendt”. Se dijo que “había traicionado a los judíos”, que su lenguaje era “diabólico”, que era una “judía que se odiaba a sí misma”. Se la colocó entre los “enemigos” de las víctimas, se habló de “pseudo profundidad”, se la calificó como “la Rosa Luxemburg de la inanidad”. Hasta se cuestionó su capacidad científica (“la señora Arendt no transmite información digna de confianza”).
¿Por qué tanta beligerancia? Primero, porque Arendt hablaba de los tratos entre los nazis y los Consejos judíos europeos para salvar a algunos de los suyos en los siguientes términos: “Condujo a una situación en la que la mayoría formada por los judíos no seleccionados se encontrara inevitablemente enfrentada con dos enemigos: las autoridades nazis y las autoridades judías”. Segundo, porque criticó la “espectacularidad” del juicio y su inclinación a lo emotivo antes que a los hechos. Tercero —y desde una perspectiva filosófica esto es lo más importante—, porque llegó a una conclusión chocante respecto del actuar de Adolf Eichmann y muchos de los que vivieron y actuaron al alero del nazismo: se trataba de un mal superfluo, banal, y no radical. Eso generó escándalo: ¿cómo podía ser banal el crimen nazi?

Los filósofos chilenos María José López y Miguel Vatter destacan que el juicio a Eichmann y la reflexión de Arendt sobre el mismo abren el camino hacia la comprensión de un nuevo tipo de crimen, a saber, aquel que se comete contra la humanidad, más allá de las filiaciones nacionales o raciales. Dice Vatter: “Creo que su tesis es que lo monstruoso de este crimen, antes incluso de ser un problema racista, es que se le decía a una parte de la humanidad que no tenía lugar en el mundo”. Complementa López: “La visión de Arendt deja ver cuestiones que desde la reflexión acerca de la experiencia moral contemporánea son importantes: qué clase de crímenes son los que comete el Estado en un sistema totalitario, por qué motivos se cometen. Una responsabilidad que a diferencia de la culpa no es sólo de quienes mataron o torturaron, sino también de aquellos que callaron, que miraron para el lado, que no quisieron ver”.

“Deberás matar”

Cuando Arendt vio por primera vez a Eichmann en el tribunal pensó que se trataba de un hombre “ni siquiera siniestro”. Una impresión que corroboraría a lo largo del juicio: contra lo que ella misma pudo pensar, no era un monstruo, no había nada excepcional o grande en él, era un hombre normal, tal vez inquietantemente normal. Obediente. Un hombre que en la “debacle moral” alemana se sumió en la inversión valórica, en la nueva normalidad que ahora decía: “Deberás matar”, “deberás mentir”. Eichmann —descubrió Arendt— era incapaz de pensar.
María José López habla de “un criminal burocrático”, con motivaciones banales —“cumplir con su deber”, “caerle bien al jefe”: “Esto es lo que impresiona a Arendt y lo interpreta como una «incapacidad para pensar», incapacidad de una reflexión crítica del entorno, de saber dónde y en qué se está, de orientarse en el mundo”. Vatter agrega: “Arendt insiste en el hecho de que este señor estaba siguiendo la regla de una manera ciega. Aparece un gran problema, el problema del juicio. El momento de la aplicación de la regla, de entender qué regla voy a aplicar y cómo en esta determinada situación, ese es el juicio”. En Eichmann hay una falta de imaginación, y esta, según Arendt, que en esto interpreta a Kant, es el prerrequisito de la comprensión, y entonces del pensamiento.  
Tómese como prueba de la banalidad de Eichmann dos reacciones suyas. La primera, antes de ingresar a las SS, la tuvo cuando en su trabajo (era vendedor) lo trasladaron de ciudad: “El trabajo dejó de gustarme, perdí el interés en concertar ventas, en visitar a los clientes”. La segunda ocurrió a mediados de 1941, cuando su superior lo cita para informarle que “el Führer ha ordenado el exterminio físico de los judíos”. ¿La reacción de Eichmann? “Lo perdí todo, perdí la alegría en el trabajo, toda mi iniciativa, todo mi interés”. En ambos casos, eso era todo lo que le preocupaba.

Eichmann —muestra Arendt— era un hombre lleno de clichés y frases hechas. Incluso frente a su propio final. Dijo que no creía en una vida después de la muerte, para enseguida agregar: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca los olvidaré”. De ahí la conclusión de Arendt: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.

Sí, el nazi Adolf Eichmann era banal, pero también culpable, en ello Arendt no duda y por eso ensaya una sentencia: “Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación, nosotros consideramos que nadie puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la única razón por la que has de ser ahorcado”.
Libertad y política

Apenas unos años después del caso Eichmann, la segunda mitad de los años sesenta fue la de las revoluciones estudiantiles (también de la Primavera de Praga). Cuestión que también llamó la atención de Arendt, como la filósofa anclada en la realidad que fue. En 1970 le preguntaron si creía que el movimiento estudiantil había fracasado en Estados Unidos, el país cuya nacionalidad adoptó. “De ninguna manera”, respondió, “los éxitos que ha logrado hasta ahora son demasiado grandes: en la lucha por los derechos civiles de los negros el éxito ha sido espectacular, y en la cuestión de la guerra de Vietnam ha sido incluso mayor”. Sin embargo, advirtió, “el movimiento podría derrumbarse rápidamente si logra destruir las universidades”. ¿Por qué? Porque “ellos mismos demolerían su propia base de operaciones”, responde Arendt. “Y no podrían encontrar otra base, simplemente porque no pueden congregarse en ningún otro sitio”.
La respuesta está en “Pensamientos sobre política y revolución”, una de las cuatro entrevistas que reúne el libro Hannah Arendt. La última entrevista y otras conversaciones. Las otras son: “¿Qué queda? Queda la lengua materna”, de 1964; “Eichmann era escandalosamente necio”, del mismo año; y “La última entrevista”, de 1973, es decir, dos años antes de morir.
Por supuesto a Arendt le preguntan y ella reflexiona sobre el totalitarismo y el mal, pero también habla de las experiencias de vida que la llevaron a interesarse por comprender esas realidades: su infancia como niña judía, su colaboración con los sionistas, su encarcelamiento de ocho días durante los años del Tercer Reich, la huida a Estados Unidos, la polémica con parte de la comunidad judía estadounidense debido a Eichmann en Jerusalén. También comenta temas actuales: las protestas estudiantiles en Europa y Estados Unidos, como vimos; el escándalo de Watergate, las tensiones entre las dos Alemania, entre otros.
“¿Recuerda si algún acontecimiento determinó su giro hacia la política?”, le preguntan. “Diría que lo ocurrido el 27 de febrero de 1933: el incendio del Reichstag y los arrestos ilegales que le siguieron esa misma noche, las llamadas «detenciones preventivas»”, contesta Arendt, recordando la destrucción del edificio del parlamento, que los nazis atribuyeron a los comunistas. “No había lugar para la indiferencia en 1933”, insiste.
Y no lo hubo más para ella de ahí en adelante. En 1973, en la última entrevista, en plena disyuntiva entre socialismo y capitalismo —desde la Unión Soviética a Estados Unidos, pasando por los debates entre izquierda y nueva izquierda y la política interna y externa de Nixon— Arendt se pone más allá, o más acá de esos “gemelos con distintos sombreros”. Dice que no está segura de ser liberal, que no comulga con ningún credo, que no se adscribe a ningún ismo, que sólo se vale de todo lo que le resulta útil. 
Tres años antes ya se lo había dicho a Adelbert Reif: la libertad es una cuestión política, no económica; es poder decir, escribir e imprimir lo que uno quiera. “Lo que protege la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico”. Y eso es lo que no había en la URSS: “Lo que nos protege en los llamados países capitalistas de Occidente no es el capitalismo —explica—, sino un sistema legal que evita que se realice la fantasía de la dirección de las grandes empresas de penetrar en la esfera privada de sus empleados”.

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Conjunción de dos artículos publicados en Artes y Letras y en Cultura, de El Mercurio, el 17 de abril de 2011 y el 18 de junio de 2016, respectivamente.