FRANÇOIS FÉDIER: EL AMIGO DE HEIDEGGER

Todtnauberg, una población en la Selva Negra, cerca de Friburgo, en Alemania. La fotografía no está fechada, pero debe haberse tomado entorno al año 1968, en la cabaña del filósofo alemán Martin Heidegger. De izquierda a derecha: Jean Beaufret, Martin Heidegger y François Fédier.


Juan Rodríguez M.

François Fédier (1935) tenía dieciséis o diecisiete años, y ya lo apasionaba la filosofía. Más de sesenta años después, desde Francia, y a través de un correo electrónico, recuerda que por entonces, a comienzos de los cincuenta, el nombre de Martin Heidegger circulaba como el de un autor importante. Por eso fue y consiguió el único libro disponible con los textos del filósofo alemán: se llamaba ¿Qué es metafísica? y reunía, además de la conferencia homónima, varios trabajos, incluidas algunas páginas de Ser y tiempo.

Fédier intentó leer la antología y “el resultado fue una completa incomprensión”. 

Pasaron algunos años. En 1955, el joven Fédier ya había hecho su bachillerato, era estudiante de educación superior, y preparaba el examen de ingreso a la Escuela Normal Superior de París.

“Debido a una casualidad, que hoy bien puedo calificar de «milagrosa», el profesor de filosofía era Jean Beaufret”, cuenta Fédier. Para los heideggerianos, el nombre de Beaufret es conocido, pues fue el más influyente difusor de la obra de Heidegger en Francia; “fue, durante los últimos treinta años de vida de Heidegger, su amigo más fiel y su interlocutor privilegiado”. Gracias a él Fédier pudo entrar en la obra del pensador alemán, después del primer intento fallido, pero “no de una manera libresca y «sabia», sino que, por así decir, casi directa”.

—¿Cuál fue su impresión?

—En esa época, yo estaba suficientemente familiarizado con la lengua alemana como para poder emprender la lectura de los textos originales. Así, comencé a leer un libro que acababa de aparecer: Introducción al corazón de la metafísica (Einführung in die Metaphysik [Introducción a la metafísica], 1935). Si traduzco literalmente el título alemán de este curso (dictado en Friburgo durante el semestre del verano de 1935, el año de mi nacimiento), es para poder darle cuanto antes mi primera impresión. Es tan simple formularla como difícil hacerla entender en toda su amplitud: tuve la impresión de ser transportado al corazón de la metafísica. Es una experiencia muy fuerte y muy emocionante. Tienes la impresión, cómo decirlo, de encontrarte de golpe en una realidad totalmente otra, en la que la “realidad habitual” deviene en una suerte de fantasma que le hace entrever todo lo que le rodea de una manera totalmente nueva.

En estado de gracia

En 2017, noventa años después de la publicación de Ser y tiempo, el libro en el que Heidegger urge por volver a preguntarse por el sentido del ser, se editó en Chile el libro Voz del amigo y otros ensayos en torno a Heidegger. El volumen reúne textos de Fédier, y fue editado por el filósofo chileno Jorge Acevedo. Hay ensayos, ponencias, pero también cartas y hasta el discurso que el autor francés pronunció el veintiséis de mayo de 1986, ante la tumba de Heidegger, cuando se conmemoraron diez años de la muerte del filósofo alemán: “Pensando en este hombre —se lee—, cuando nos ha dejado hace diez años, y que gracias a él se despierta aún la alegría desde el fondo de nuestro duelo, queda por decirle la última palabra, que permanecerá siempre la primera: el agradecimiento”.

Ese es el sentimiento, la emoción de alguien que conoció en persona a Heidegger. Ocurrió tres años después de esa lectura que lo había transportado al corazón de la metafísica. En 1958, el filósofo alemán visitó la Universidad de Aix-en-Provence, en el sur de Francia, para dictar una conferencia sobre “Hegel y los griegos”. Entre el público estaba Fédier: “Así es que vi primero al conferencista. En este caso, apenas tengo dificultad para encontrar las palabras para decir la impresión que tuve”, cuenta. Y entonces recurre a unas palabras de Hannah Arendt, incluidas en uno de los textos de Voz del amigo, y tomadas de una carta que la filósofa le escribió a su marido: en ellas dice que Heidegger, su antiguo maestro, “está en magnífica forma”, que parece haber “encontrado su Medio”. Arendt vio en él “una verdadera libertad”: “Habla con calma, sin el menor pathos; para decirlo todo: en estado de gracia”.

“No hay mejor manera de decir la impresión que sentí cuando vi a Heidegger en esa primavera de 1958”, confirma Fédier. Él tenía veintidós años, Heidegger estaba en sus sesenta y nueve. “Posteriormente, no dejé de verlo hasta 1974, dos años antes de su muerte. Así es que pude observar a este hombre durante casi veinte años”.

A Fédier le impresionó la “muy rara capacidad” que tenía Heidegger de poner “atención a lo que se encontraba a su alrededor”. Esa primera tarde lo invitó a “trabajar en una sesión de preguntas a propósito de la conferencia. No lo había conocido más que durante unos pocos minutos, y ya me animaba a hacerle preguntas. No era para nada el «filósofo», el pensador distante que vive en medio de sus especulaciones. Todo lo contrario, él estaba presente, pero sin imponer su presencia. De hecho, era una característica de su manera de ser: no se puede evocar aquí otra palabra que «bondad». Una bondad atenta y solícita con los otros”, explica.

“A la bondad la acompaña la simplicidad —agrega Fédier—. Martin Heidegger era muy fácil de vivir (como decimos en francés). Por ejemplo: lo llevé muchas veces en auto desde Friburgo, donde vivía, hacia Provenza; era un viaje que duraba tres días. En el recuerdo de este viaje no hay un solo momento de molestia o de tensión: Heidegger estaba muy atento a los paisajes que atravesábamos”. “Hay que decir que Provenza es un paisaje maravilloso. Paseamos muchas veces por los paisajes de Cézanne. La atmósfera feliz, pero también muy contenida, casi austera del paisaje, parecía convenirle del todo”.

Fédier también conoció algunos paisajes de este lado del mundo. Lideradas por el poeta Godofredo Iommi y el arquitecto Alberto Cruz, en 1965 nueve personas partieron desde Santiago hacia el Estrecho de Magallanes, para desde ahí escalar Sudamérica. La travesía se llamó Amereida. El espíritu de ese proyecto animó el trabajo de la Escuela de Arquitectura de la UC de Valparaíso, y se tradujo en la fundación, en 1970, de la Ciudad Abierta de Ritoque. Fédier —que gracias a Heidegger se acercó a la poesía— fue uno de los viajeros y fundadores. 

Al preguntarle por los recuerdos de esa experiencia, de esa utopía, responde: “Tuve la oportunidad de conocer a Godofredo Iommi durante el verano de 1962. Luego, en junio de 1964, publicó un libro notable en Alemania, titulado Realitat der irrealen Dichtung [Realidad de la poesía irreal]. Este título sugiere claramente que la idea tradicional que uno se hace de la poesía como ficción no da cuenta del fenómeno más fundamental de la poesía; a saber, que ella es en su esencia más propia un develamiento sin igual de la realidad misma”. Por eso, apenas le contaron del proyecto Amereida, Fédier quiso participar. Y en este punto, como el filósofo que es, cuestiona el uso de la palabra “utopía”, “no-lugar”, para referirse a la travesía y la Ciudad Abierta: “Va en el sentido inverso de lo que experimenté al venir a Chile”, explica. Pues, “el viaje de Amereida realmente tuvo lugar, al igual que la Ciudad Abierta ciertamente existe”.

Provenza, verano de 1968. De izquierda a derecha: el filósofo francés Jean Bufret, con la mano derecha en el bolsillo de su pantalón; el poeta chileno Godofredo Iommi, mirando a la cámara; y Martin Heidegger, que sostiene algo que parece un cuadernillo.

Un salto hacia su hogar

Hay más recuerdos sobre Heidegger. Por ejemplo, dice Fédier, uno que “tiene la ventaja de cubrir varios años. Desde 1958 a 1973 vi envejecer a Heidegger. Hoy tengo la misma edad que tenía él en la época de los seminarios de Le Thor [un curso que dictó en esa localidad francesa, en 1969]. Y me puedo dar cuenta de mi ingenuidad de entonces: año a año él iba avanzando en edad, y al verlo envejecer, yo me decía que debía ser fácil envejecer, mientras se tuviera salud”, dice. 

“¡Hoy sé que envejecer como él no se le da a todo el mundo! Me doy cuenta de toda la atención que hay que poner, de todo el trabajo que hay que hacer, a cada instante, para no dejarse invadir, paralizar, ensombrecer por la edad. Heidegger guardó hasta el final de su vida la misma ecuanimidad, la misma atención por los otros, las mismas ganas de responder siempre a las expectativas. En resumen: al contrario de lo que piensa mucha gente mal informada, su vida entera respira como su pensamiento. En ese sentido también es un ejemplo”.

Fédier visitaba regularmente a Heidegger. Iba a su hogar, tanto a la “pequeña casa” que tenía en Friburgo, Alemania, como a la cabaña en la Selva Negra, “que era incluso más pequeña. Estas dos viviendas tienen, cada una, un aspecto particular. Pero lo que llama la atención sobre todo es la ausencia de un lujo ostentoso. Por así decirlo: había un confort real, obtenido con los medios más simples y más inmediatamente disponibles”. También conoció la casa donde nació Heidegger, en el valle del alto Danubio, en Meßkirch. Esas visitas tenían que ver con cuestiones de traducción. “Pero, rápidamente, el placer de encontrarlo se convirtió en más central; y así se creó la costumbre (apenas se presentaba la ocasión) de dar un salto hacia su hogar”.

Fédier descubrió que con la gente en la que confiaba, Heidegger era una persona simple y elocuente. “Hablé mucho con él, ¡y sobre todo aprendí mucho!”. Recuerda, por ejemplo, que el filósofo le regaló varios libros a lo largo de los años: “Citaré uno. Es un libro maravilloso de Siegfried Lenz, So zärtlich war Suleyken [Qué tierno era Suleyken], un libro sorprendente en todos los sentidos, lleno de humor y de vida, que yo jamás habría leído sin la atención de Heidegger”.

“Ya ve, cuando digo que he aprendido mucho de él, hay que entenderlo en un sentido amplio: aprendí, si quiere, a mirar mejor las cosas y a la gente”.

—¿Ve a Heidegger como un amigo?

—Sólo en un sentido muy singular, y de ninguna manera referido a lo que habitualmente es un amigo. Le repito: era una persona a la vez muy simple, pero que tenía un aura extraordinariamente imponente. Por ejemplo, yo jamás habría tenido la idea de poder tutearlo (como uno se tutea espontáneamente entre amigos, ¡sobre todo en Chile!). Pero si uno le presta atención a lo que es, fundamentalmente, un amigo, una persona cercana que te anima a ser inquebrantablemente fiel sólo a lo que puedes realizar, entonces, en ese sentido, puedo decir verdaderamente que él fue mi amigo. Pero inmediatamente debo añadir que, en ese sentido, Martin Heidegger siempre buscó ser un amigo para muchas otras personas.

-----------

La versión original de este artículo se publicó en Artes y Letras de El Mercurio.

Fotografías: Archivo personal de François Fédier.