ESE ANIMAL METAFÍSICO

"El hombre mosca", Harold Lloyd

Juan Rodríguez M.

Los otros animales, creemos, están ahí, absolutamente instalados en ellos mismos, en un presente, sin lugar a duda, ciertos, guiados por sus instintos, sin mirar más allá ni más acá del suelo que pisan; como las vacas mientras pastan. (Tiene que faltar cualquier trato con un animal, no haber conocido una mascota para creer eso, pero concedamos el punto.) Nosotros, en cambio, animales humanos, tenemos nuestros instintos, sí, nuestros automatismos, pero podemos levantar nuestra vista del suelo y mirar hacia delante y atrás, al pasado y al futuro, y entonces tenemos que inventarnos un sentido (¿un pasado y un futuro?), por más que en nuestra más radical soledad descubramos que no hay ese sentido o que no hay otro sentido que lo que hacemos ahora. Somos, por eso, o eso creemos, el animal metafísico, seres a la vez naturales y sobrenaturales; lo celebremos o lo lamentemos. Somos voluntad, como toda la naturaleza, pero también inteligencia, según creía Schopenhauer. “Vive así el animal ahistóricamente: pues se mantiene en el presente —escribe Nietzsche en Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida—, cual número que no deja ninguna fracción de sobra; no sabe fingir, nada oculta, en cada momento se muestra tal como es; y por eso no puede sino ser sincero [...] Por lo tanto lo conmueve [al ser humano], como si recordase un paraíso perdido, ver al rebaño que pasta o, en una órbita más familiar, al niño que no tiene ningún pasado que negar y que juega, en feliz ceguera, entre la vallas del pasado y del futuro”.  

Un día, mientras lavaba los platos, Mario Levrero, o el narrador de La novela luminosa, hizo un descubrimiento: que “el ocio es una disposición del alma, algo que acompaña cualquier tipo de actividad; no es la contemplación del vacío, y menos aún el vacío mismo; es, como decirlo, una manera de estar. Sentarse en un sillón sin hacer nada no implica necesariamente ocio; y lavar los platos puede implicar ocio, si uno tiene la disposición adecuada”. El ocio es estar aquí y ahora, liberar la mente o, dice Levrero, tenerla solo comprometida en lo que estoy haciendo.

Aquella serenidad que imaginamos en los animales, ¿no es acaso el ocio del que habla Levrero, y que tanto anhelan los filósofos? Y, entonces, cuando anhelamos el ocio, ¿anhelamos acaso ser esa vaca con su hocico pegado al pasto, niños vallados entre el pasado y el futuro? Decía Lev Shestov que los filósofos (él mismo lo era) exaltan la tranquilidad espiritual como fin supremo de nuestra existencia; si ese es nuestro horizonte, agregaba, entonces deberíamos fijarnos en los animales, “que en lo que se refiere a impasibilidad no dejan nada que desear”. (Insisto: hay que haber tenido el infortunio de no conocer a los perros para creer eso.)

¿Realmente somos el animal metafísico que creemos ser? ¿O eso que llamamos metafísica en nosotros es nuestra física, nuestra naturaleza, como si el león se jactara de su rugido y sus garras, o la vaca por mugir? ¿El pensamiento, esa mirada más allá y más acá del presente, es ocio o es actividad? ¿No será el ocio una forma de actividad? Lo es en el caso de Levrero; fue pensando, reflexionando, mirándose a sí mismo, cual Descartes, que Levrero descubrió el ocio. Sea o no ocio, el pensamiento necesita tiempo. Y en ese tiempo —ocioso o no— la mente imagina, piensa mucho, diría Kant: crea, se pregunta, por ejemplo, por qué hay ser y no nada; por qué esto y no otra cosa. En ese gesto, ¿somos o no metafísicos? O, al contrario, ¿estamos encarnando un presente absoluto, como el presente del cogito cartesiano? Un presente absoluto del que puede surgir cualquier cosa, donde abundan los fantasmas, los monstruos, tal vez algún genio maligno que nos haga creer que uno más dos no es tres, o un Dios que nos garantice la certeza (¿la falta de pensamiento?) y nos haga ver a los animales (no humanos) como autómatas y a nosotros, los elegidos, como animales metafísicos. ¿Será la metafísica nuestra vanidad?

Sea o no vanidad (lo es), sea o no ocio (no lo sé), sea metafísico o lo no sea (da igual), el pensamiento ocurre en el tiempo, y perdonen la rima, en el tiempo que cada uno somos. Lavando platos, teniéndose a sí mismo, Levrero pensó en el ocio, descubrió qué era el ocio; qué es el ocio. Entonces, la falta de tiempo es falta de pensamiento; es, de algún modo, no hacer uso de nuestra naturaleza. La pregunta es si el tiempo nos falta cuando estamos enajenados en alguna actividad, como el trabajo, o en realidad nos falta cuando estamos pensando en el futuro y en el pasado, distraídos de nosotros. O quizás nos falta el tiempo cuando, enajenados en alguna tarea, pensamos el ayer y el mañana en función de ella: no alcancé a hacer esto, me falta hacer esto otro, cómo lo voy a hacer, por qué no lo hice, estoy cansado, no quiero pensar.   

Tal vez somos Harold Lloyd en el ascenso al reloj, esa tensa y cómica escena final de El hombre mosca. Trepamos el muro de un edificio, bien agarrados, angustiados porque podemos caer al vacío, en realidad al concreto. Llegamos a un descanso, al borde de una ventana; pero alguien la abre y para no caer solo nos queda agarrarnos de ese gran reloj que marca las horas de la ciudad, de las personas en la ciudad; esas que desde abajo nos miran colgar de la esfera del reloj, luego del minutero. La esfera se desprende parcialmente, colgamos del tiempo. Alguien nos arroja una cuerda que no logramos agarrar, que luego agarramos, pero se nos suelta y ahora estamos de pie sobre el reloj maltrecho, el único suelo que nos separa del suelo. Abajo los autos y los tranvías siguen pasando sin saber lo que nos pasa. Lloyd, luego de varias peripecias y trastabilles, logrará alcanzar el techo del edificio y pisar suelo firme. ¿Y nosotros?