HUMBERTO GIANNNI: "LA EDUCACIÓN ESTÁ LLEGANDO AL COLMO DE LA INSIGNIFICANCIA"

El Mercurio

Marinero en su juventud, bromista en medio de la dictadura. Se acaba de lanzar un libro que festeja a este pensador chileno. Como en su vida y obra, en este diálogo profesa y practica la vocación pública: un pueblo aburrido de sus dirigentes, dice, puede ir al caudillismo. 


Juan Rodríguez M.

Lo de Humberto Giannini es fundamentalmente lo humano y lo demasiado humano. Si Kierkegaard se consideraba "un espía al servicio de lo absoluto", Giannini -que ha dicho sentir afinidad con el danés- sería un colega de éste, pero al servicio de lo cotidiano. Se lee en su libro Desde las palabras (1981): "Deseo ponerme muy cerca de la vida -lejos del gabinete de estudio- a contemplar cómo transcurre lo efímero, lo cotidiano, en el seno de lo eterno... Estar atento y anotar".

Treinta años después de esas palabras, los ojos entrecerrados, incluso apretados, y la leve y casi perpetua sonrisa le dan a Humberto Giannini un aspecto incontrovertiblemente simpático. Una sonrisa que a veces deviene en una risa pausada, sin estridencias, por ejemplo cuando, posando para la fotografía de este artículo, su vecino le grita: "Se ve muy bien". 

En ese encuentro hay una pista de lo que es Giannini. Un hombre de a pie -"quien va en auto no crea ciudadanía", piensa-, que si bien encuentra "invivible" Santiago, tiene en Ñuñoa su pausa. Allí donde todavía los niños juegan a la pelota en la calle (pichangas en las que él hasta hace poco se metía) y donde de vez en cuando se junta con sus vecinos a ver fútbol (es de la U). Y es que la vida no comienza con la filosofía. 

Filósofo de alta mar 

Si bien nació en San Bernardo en 1927, Giannini creció y se crió en Valparaíso. Allí hizo el colegio y allí reprobó el cuarto año de humanidades "por flojo". A su padre, un hombre "muy estricto", el asunto no le hizo gracia y lo conminó a trabajar: "Yo me piqué y pensé, voy a tratar de irme de la casa". Viviendo junto al mar, la opción estaba a mano, se inscribió en la escuela de pilotines y se fue no más, a navegar durante un año y medio alrededor de América, desde Ecuador hasta Buenos Aires, pasando por el Estrecho de Magallanes: "La jerarquía es muy estricta", confiesa, "uno piensa que la marina mercante es una cuestión relajada y no, es una cuestión casi violenta. Todos los tipos defendían mucho su pega, de capitán a paje, y el que pagaba todos los platos rotos era el pilotín... tenía hasta un nombre apropiado", recuerda Giannini entre risas: "Pero en el fondo fue hermoso y, claro, lo más hermoso es la soledad de la noche". 

Terminada la formación práctica se retiró, terminó el colegio en un liceo nocturno y se vino a Santiago. Entró a la universidad en 1953 y, tras intentar con la psicología y desecharla porque "no quería ser espía de los demás", estudió filosofía en el desaparecido Pedagógico de la Universidad de Chile. Fue el puntapié inicial de una carrera que en 1962 lo tenía como nuevo profesor de Introducción a la Filosofía y que casi cincuenta años después lo tiene como Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, profesor emérito de la Casa de Bello y director de la Cátedra Unesco de Filosofía. Eso y diecisiete libros a cuestas. 

-Su último libro es La metafísica eres tú. Tras Nietzsche, Heidegger y la posmodernidad, ¿aún es posible la metafísica? 
-Claro, yo soy metafísico [se ríe]. Pero no creo en una metafísica que se dispara hacia el cielo o hacia el infinito, sino en una metafísica que parte de experiencias personales. "La metafísica eres tú" quiere decir que en mi relación con el otro, con la otra, está el principio de la pregunta por el sentido de la vida. Entonces, sí, es simbólico: la metafísica sí existe, pero en relación al otro. 

-Usted ha dicho que el filósofo tiene que participar en la vida pública, ¿a qué se refiere? 
-A tomar posición, no solamente votar, sino pronunciarse sobre lo que cree justo, sobre lo que cree injusto. No necesariamente una vida partidista, puede llegar eventualmente, pero no es necesaria; pero la vida pública sí, como el vecino que me saluda, y desde ahí una serie de relaciones que me complican con la ciudad, y después con el país. 

-¿Entonces el academicismo o tradicionalismo sería un gran pecado de la filosofía en Chile? 
-Lo que usted dice es un problema serio. Si nosotros miramos un poco la historia de la filosofía en Chile vemos que -ahora no-, pero vemos que el filósofo le manda cartitas a Europa para que lo publiquen allá, y no lo publican nunca; o si le publican, eso es lo que le importa, no su relación con los que piensan aquí, con lo que pasa también aquí; tiene una relación directa con Europa y una relación indirecta con su propio país. Eso es lo que ha pasado en Chile. Yo una vez dije, se enojaron algunos, otros me dieron la razón, que en Chile hay filósofos, y buenos, pero no filosofía. Cuando un filósofo es puramente cultura, elegancia en el decir y no dice nada a nuestra vida, ya no es filósofo. 

Un mazazo 

Si de vida pública se trata, para Giannini el golpe de Estado de 1973 fue "un mazazo". "Lo pasé muy mal", cuenta, "me llegaban reprimendas, no me ascendieron durante mucho tiempo y me suprimieron el departamento de filosofía del que era director (el de la sede norte de la Universidad de Chile)". Sin embargo, había espacio para el humor. Un día hizo llegar la noticia de que había una granada en los jardines de la facultad. Llegó el Gope y al abrir el paquete efectivamente había una granada... el fruto que Giannini había traído del patio de su casa: "Ésa no me la perdonaron nunca", recuerda. 

-Ya pasados esos años, ¿qué piensa del Chile actual? 
-Mi opinión es muy vacilante. Es un país aparentemente sólido económicamente, muy poco sólido políticamente, con una izquierda bastante despedazada y una derecha con pocas ideas. La misma salida de la gente a las calles es algo muy bueno, pero muy suelto. Yo soy viejo, me acuerdo cuando González Videla se desprestigió, desprestigió a la política y Chile amaneció con un movimiento popular totalmente inconsistente, la escoba [de Carlos Ibáñez], que hizo la grande, dejó la embarrada... la escoba. Un pueblo aburrido de sus dirigentes puede ir a eso, al caudillismo, y lo hallo muy peligroso. 

-A propósito de ese aburrimiento: ¿qué piensa del momento que vive nuestra educación? 
-No sé si con Lavín se podrá hacer algo, pero la educación está llegando al colmo de la insignificancia. Yo todavía soy partidario, dicen que es un mito, del Estado docente. Hoy la educación es mínima. Es decir, ¿a qué tiene derecho quien nace?, a ser humano. Pero si la educación se hace como algunas personas lo han propuesto, "educar para trabajar", bueno, eso es lo más sórdido que puede decirse. Se educa para alcanzar la dimensión de la humanidad; y eso también es saber escuchar a Beethoven, saber leer el Quijote. También la cosa técnica, pero sin echarla encima de lo otro. Por último el trabajo es una forma de mostrar lo que se ha logrado, cada uno con sus vocaciones, con sus intereses. Dese cuenta qué habría hecho yo en este mundo que quiere educar para el trabajo, yo que quería estudiar filosofía.

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Entrevista publicada el 3 de julio de 2011, en Artes y Letras de El Mercurio.