LA DISTANCIA CÓMODA: "ANTES DE QUE FUERA OCTUBRE", DE ÓSCAR CONTARDO

Juan Rodríguez M.

En Los mandarines, la novela de Simone de Beauvoir, un funcionario soviético, desertor del régimen, llega a París trayendo a cuestas un expediente con documentos y testimonios que demuestran la existencia de campos de trabajos forzado en la Unión Soviética. Gracias a Scriassine, un desencantado del comunismo, quizá una versión ficticia del húngaro Arthur Koestler, esos papeles llegan a manos de Robert Dubreuilh y Henri Perron, versiones ficticias de Jean Paul Sartre y Albert Camus. Lo esperable es que ambos intelectuales condenen públicamente, en su diario, a la URSS, pero Dubreuilh y Perron saben que hacerlo significa darle armas a los defensores de Estados Unidos y el capitalismo; y, peor, significaría romper con el Partido Comunista francés. Los prisioneros del estalinismo, especula un personaje, puede que sean quince millones de personas, en una hipótesis moderada. 

"Henri sintió que el pánico se apoderaba de él. Ya había oído hablar de esos campos, pero vagamente, y no había detenido su pensamiento. ¡Se cuentan tantas cosas! En cuanto a ese expediente, lo había hojeado sin convicciones; desconfiaba de Scriassine; sobre el papel las cifras habían aparecido tan imaginarias como los nombres, de consonancias barrocas. Pero resultaba que el funcionario ruso existía y Dubreuilh tomaba ese asunto en serio. Es muy cómoda la ignorancia, pero no da la medida de la realidad".

Al leer esas palabras —“Es muy cómoda la ignorancia, pero no da la medida de la realidad”— pensé en el último libro de Óscar Contardo: Antes de que fuera octubre. Porque de eso trata, es una crónica y ensayo sobre el abismo físico y mental que la oligarquía económica, política y social chilena construyó entre ellos y el resto del país durante los últimos treinta años. (“Hay un nivel de pobreza y hacinamiento del cual yo no tenía conciencia de la magnitud que tenía”, reconoció en mayo Jaime Mañalich, entonces ministro de Salud y líder de la estrategia para hacer frente al covid-19.) Un abismo y, entonces, una cómoda ignorancia de la realidad, expresada, por ejemplo, en la inocente recomendación de levantarse más temprano, para ahorrar en el pasaje del metro, que hizo en octubre de 2019 el entonces ministro de Economía Juan Andrés Fontaine. O en la visión de Chile como un oasis, según el presidente Sebastián Piñera. (Un oasis, entre paréntesis, es algo en medio de un desierto, un lugar cómodo, con agua, para los afortunados que están ahí; también puede ser un espejismo que impide ver la realidad del desierto.) Recordemos, además, que en 2001, durante el gobierno de Ricardo Lagos, la respuesta al malestar que ya asomaba fue hacer una campaña publicitaria, creada por la agencia de publicidad McCann Ericsson, que le decía a la gente: dale una vuelta, piensa positivo. El problema no era la realidad, era la percepción; no se trataba de política, sino de publicidad. O eso creían en el oasis

Así como Henri Perron, en la novela de Simone de Beauvoir, decía “¡Se cuentan tantas cosas!”, pero al ver los rumores convertidos en documentos se espantó, en Chile un dirigente político, sinceramente conmovido por la crisis que vino con la pandemia, dijo que íbamos a “volver a ver” pobreza y ollas comunes. La pobreza ya estaba ahí, y se hablaba de ella, pero los rumores no llegaban o no se escuchaban en el oasis, ni siquiera tras el 18 de octubre. Ahora parece que sí, y quizás algunos se espantan.  

"La democracia recuperada en 1990 –escribe Contardo–, luego de diecisiete años de dictadura, enfrentó en 2019 un descontento ciudadano que hasta ese momento la clase dirigente [...] había tratado de ignorar o más bien había desdeñado, a pesar de las advertencias sobre las groseras desigualdades que fracturan las diferencias entre chilenos. Desde fines de la década de los noventa en adelante la élite gobernante —particularmente los sectores más conservadores— fue aceptando a regañadientes la necesidad de acortar la brecha entre los más afortunados, aquellos que tienen niveles de vida equivalentes a los ciudadanos de los países escandinavos, y quienes sobreviven en la precariedad, como ocurre en ciertas sociedades africanas. Sin embargo, la respuesta siempre era la misma: lo primordial es el crecimiento, insistían, resistiéndose a que matizar las desigualdades debía ser una prioridad para evitar conflictos futuros. La cohesión de la sociedad resultaba para muchos de ellos un concepto sospechoso, o “ideológico”, y un objetivo secundario cuando el único motor de progreso que se tiene en mente es el esfuerzo individual. Bajo esa condición la idea de comunidad o de paz social resulta irrelevante. Lo principal es generar más riqueza, explicaban, la que luego será distribuida por el mercado, los fondos que el Estado destinaba para proyectos específicos, la beneficencia o, en último caso, por acción de la fuerza de gravedad, el célebre “chorreo”".  

La gracia de esa lógica, de esa ideología, es que si las cosas van mal es porque uno es el responsable o porque así lo quiso la naturaleza llamada mercado. Pensemos en el 18 de octubre: incluso antes de reconocer la realidad —la vida precaria de buena parte de los habitantes de este país— era más probable que el asunto se tratara de un ataque extranjero cuando no extraterrestre. Es una suerte de pensamiento mágico o sofisma conceptual que funciona así: en Chile no hay pobreza, pero la hay, entonces no la hay. O incluso: en Chile no hay malestar, pero los chilenos reclaman, entonces no son chilenos. Hay una anécdota, no sé si será cierta, que cuenta que ante el reclamos por las violaciones a los derechos humanos en la URSS, un funcionario del régimen respondió que eso era mentira, que en la URSS, un Estado socialista, no había ni podía haber violaciones a los derechos humanos, porque solo en un Estado burgués se atenta contra la humanidad. En nuestro caso, ese terrible chiste sería, frente a la precariedad, responder que Chile es un país OCDE y que en un país OCDE no hay precariedad. 

Antes de que fuera octubre tiene algo de otros dos trabajos de Contardo: La era ochentera (en coautoría con Macarena García) y Siútico. El nuevo libro es a la vez una crónica cultural sobre los noventa y los dos mil y un ensayo sobre prácticas sociales. Contardo ratifica su habilidad para ir entretejiendo hechos y estructuras sociales; vuelve significativo lo que, en otras manos, podría ser una mera anécdota. En Antes de que fuera octubre pasan varios hitos que dan cuenta de la ceguera de la élite, o de la cómoda y distante ignorancia: desde la política de erradicación de campamentos iniciada en dictadura y continuada en democracia, que sacó la pobreza de los campamentos y la hacinó bajo techo, en las tierras baldías que rodean la ciudad (¡el desierto!); pasando por los arreglos políticos y judiciales para que los potentados salgan del paso de sus corrupciones, mientras alguien que vende discos pirateados está preso y se quema en el incendio de una cárcel; las estrategias discursivas de una mujer para evitar decir que vive en Puente Alto; hasta una campaña publicitaria, en uno de los gobiernos de la Concertación, para mostrarle Chile a los extranjeros, en la que se ven paisajes, edificios, pero no personas: en la imagen de Chile no hay chilenos, dice Contardo. 

El libro no cae en el facilismo de achacar todos los males a la nueva democracia o a la dictadura previa; en línea con lo que mostró en Siútico, Contardo nos dice que este abismo, y la desigualdad obviada, es la versión contemporánea del eterno apartheid chileno. 

"Nuestra manera de convivir –escribe Contardo–, heredada de la colonia, nos obligó a establecer una suerte de ceguera sobre nuestro propio apartheid, o tal vez, más que una ceguera, la imposibilidad de darle un nombre claro y preciso sin que eso agreda a los más afortunados y los ponga en guardia para contraatacar de manera violenta. Todos sabemos que el aspecto físico de los alumnos de un liceo de la periferia de Santiago es muy diferente al de los de un colegio exclusivo de barrio alto; que los rostros de los conscriptos muertos en Antuco en 2005 —después de que su superior los hiciera marchar bajo una tormenta de nieve— eran muy diferentes a las caras de los jóvenes líderes empresariales que solían aparecer anualmente en diarios y revistas. El cuerpo en Chile es una marca de origen que revela pertenencia y determina el futuro. Sin embargo, es difícil plantear estos hechos como un tema sin recibir una agresión como respuesta". 

Mientras leía Antes de que fuera octubre recordé una historia, se recuerda mucho leyendo el libro de Contardo: una mujer, funcionaría pública en los ochenta, de “clase media”, le dice a su jefe que postulará a un subsidio habitacional para instalarse con su familia en una vivienda social, o tal vez lo que le dijo es que había ganado el subsidio; el jefe, preocupado, contrariado, le contestó: pero esos departamentos no son para gente como tú, ¿estás segura? 

Recordé esa historia y me pregunté y me pregunto, ¿para quiénes sí eran e imagino que todavía son esos departamentos? ¿Qué cómoda distancia esta funcionando en ese juicio? ¿O en el de una senadora que, cuando procesaron a su hijo por no respetar la cuarentena, acusó una persecución política, pero que pocos días después, cuando en El Bosque la gente ocupó las calles para protestar porque pasaba hambre, pidió represión y cárcel para los manifestantes? Esa comodidad, esa distancia, ese juicio intenta desentrañar Contardo; eso que él llama “los frenos culturales de nuestra democracia”, mecanismos que son a la vez sociales y psicológicos. No es, entonces, un libro de buenos y malos, pero sí de privilegiados y marginados o de ganadores y perdedores, y de las ficciones que normalicen ese orden de cosas. 

"Nada más frágil que la facultad humana de admitir la realidad, de aceptar sin reservas la imperiosa prerrogativa de lo real –dice Clément Rosset en Lo real y su doble–. Dicha facultad falla con tanta frecuencia, que parece razonable imaginar que no implica el reconocimiento de un derecho imprescriptible —el derecho de lo real a ser percibido—, sino que figura más bien como una especie de tolerancia, condicional y provisoria. [...] lo real no es admitido más que bajo ciertas condiciones y solo hasta cierto punto: si abusa y se muestra desagradable, se suspende la tolerancia". 

El filósofo francés hace esa reflexión a propósito del sinsentido, del dolor; a propósito de la negación del sinsentido y del dolor, lo real, en favor de un doble que edulcora y oculta lo real. Pero ¿no aplica también, palabra a palabra, a las personas del oasis? Contardo recuerda que, tras el 18 de octubre, el exministro Fontaine se disculpó por sus dichos, por recomendarle a la gente despertarse más temprano para aprovechar la tarifa baja del metro; parte de su explicación fue que no pensaba lo que había dicho. ¿Cómo una persona podría no pensar o no creer algo que dice? Por supuesto que lo creía, no lo dijo como burla o por algún tipo de perversidad; fue su ignorancia, esa ignorancia cómoda que no da la medida de la realidad. Y no la da en un doble sentido: en la de no saber que desde que las estaciones de metro están llenas a primera hora, cueste lo que cueste el pasaje; y también en la de creer que la propia situación, el privilegio, es resultado del mérito. Y que entonces todos, si se esforzaran, y más aún en país moderno como Chile, podrían ser como soy yo. La cómoda distancia es respecto del resto y de sí mismo, respecto de las desventajas y las ventajas de origen que pesan en la posición que cada uno ocupa en Chile. Lo real queda oculto tras su doble. Entonces, claro que cuesta desgarrar ese velo, aceptar que el malestar tiene causas reales y no se resuelve dándole una vuelta al asunto y pensando positivo; cuesta, porque significa dudar de sí mismo, desfondar la propia identidad, disolver la imagen que justifica mi propio lugar; algo muy cercano, se me ocurre, a perder la fe. “A una élite intensamente religiosa le resultaba particularmente fácil adherir a un modelo económico [...] si ese modelo reforzaba sus posiciones de poder relativo”, dice Contardo. 

Quizás por eso nuestra élite, o parte de ella, se mueve entre la moral y la economía, entre la iglesia y el mercado, y censura la divergencia, el disenso, las manifestaciones desconcertantes. Eso que con desdén llama “política” o “ideología”, eso que le incomoda. En un ensayo publicado en The Clinic, tras la protestas por el hambre, la filósofa Aïcha Liviana Messina escribió: 

"Lo que ocurre en la comuna de El Bosque y que ha sido ampliamente mediatizado, no es el hambre sino ya una expresión política, es decir un lenguaje respecto del hambre y también respecto de las políticas de confinamiento, que, como sabemos, en algunas zonas de Santiago no han tenido tregua desde mediado de marzo, mientras en otras, donde el contagio ya era masivo, empezaron solo recientemente. Juntarse con otros y otras y salir a la calle no es un grito hambriento, es ya una acción política, es decir un lenguaje. Esto no quiere decir que no hay hambre (y desesperación), ni tampoco que la sociedad civil no ha de actuar y organizar o fortalecer las redes de apoyo, sino que lo que es requerido de forma urgente es una respuesta política y no espiritual. De otro modo, las canastas, necesarias y urgentes, tienen por efecto, de colmar una falta y acallar".

Eso ensaya el libro de Óscar Contardo: decir, nombrar, hacer política contra el acallamiento. La ignorancia ya no puede ser cómoda, como era antes de que fuera octubre. Si no se acorta la distancia, que al menos incomode. Y digo que Contardo ensaya, porque aquí hay realidades y lenguajes (unos, por ejemplo, dicen paz, otros dicen dignidad), ya no una verdad y su lenguaje, qué se dice o no y cómo se dice o no; por mucho que eso disguste a los mandarines. 


Antes de que fuera octubre

Óscar Contardo

Planeta, 2020.