BUFONADAS PARA UNA REVOLUCIÓN TEÓRICO-PRÁCTICA
LA MÚSICA DE ROUSSEAU Jenaro Talens Libros de la resistencia, Madrid, 2016, 58 páginas. |
En 1752, treinta y siete años antes de que Francia se revolucionara, una compañía itinerante italiana triunfó en la Ópera de París gracias a un espectáculo de intermedios y óperas bufas —o sea, cómicas o graciosas. Un sacrilegio que dividió a la sociedad parisina entre quienes defendían a la ópera italiana —los bufonistas— y quienes abogaban por la música francesa. Se llamó la «querella de los bufones», y la reseña el poeta, ensayista y traductor español Jenaro Talens en La música de Rousseau. La Querelle des Bouffons y la resistencia a la teoría (libros de la resistencia).
(Un paréntesis: la sociedad parisina de entonces es, en parte, la que reúne Emil Cioran en su Antología del retrato. De Saint-Simon a Tocqueville [Hueders]; a saber, una sociedad amante del buen gusto —donde unos y otros se juzgan, con más o menos ingenio— que se empujó a la Revolución: «El gusto, en efecto, es lo propio de los ociosos y de los diletantes, de quienes tienen tiempo: la sociedad del siglo XVIII, que lo tenía hasta el hartazgo, lo empleó en naderías sutiles y en futilidades delicadas; lo empleó sobre todo contra sí misma», escribe Cioran. «La Revolución la provocaron los abusos de un reino en el que los privilegios pertenecían a una clase que ya no creía en nada, ni siquiera en sus privilegios, o más bien que se aferraba a ellos por automatismo, sin pasión ni ahínco, pues poseía una debilidad ostensible por las ideas de quienes iban a aniquilarla.»)
Que haya ocurrido una disputa o «querella» llamada «de los bufones», y que uno de los bandos fuera conocido como el de los «bufonistas» basta para llamar la atención; o bastó para llamar la mía. Que en ella estuvieran involucrados Diderot, Rousseau y los enciclopedistas, hace que, además de bastar, sobre. Y que el asunto tenga que ver con una «resistencia a la teoría» hace que baste, sobre y se salga de madre. Como parece que se salió de madre esta discordia: la «querella de los bufones» fue una polémica musical que, dada la personalidad de sus protagonistas, devino en «conflicto ideológico», según escribe Talens. Un conflicto entre realistas y reflexivos, bufos y serios, populares y doctos y, por qué no, entre revolucionarios y conservadores: «Con el agotamiento de la seriedad francesa del teatro oficial, lo bufo se convertía en un imán para las clases populares, que lo aplaudía con entusiasmo».
Seis meses antes de la llegada de la compañía de ópera bufa, el barón de Grimm ya había dicho que la música italiana prometía y daba placer «a todos los hombres que tengan oídos». El año anterior, 1751, había aparecido el primer volumen de la Enciclopedia. En la Ópera de París la pasión del arte llegó a tal nivel que, según reseña Talens, los enfrentamientos fueron escalando hasta acabar casi en batallas campales. Los francófilos se agrupaban debajo del palco del rey y los de la música italiana debajo del palco de la reina. Entre estos estaba Rousseau, que describía a los suyos como más vivos, orgullosos y entusiastas, «personas de talento, hombres de genio.» Bufones ilustrados, podría decirse. D’Holbach, por su parte, publicó, sin firmar, un texto sarcástico en el que las quejas por la falta de gusto de los italianos en realidad funcionaban como elogios. Y el barón Grimm predijo el declive definitivo de la ópera francesa si no reformulaba su estructura según el modelo italiano.
Seis meses antes de la llegada de la compañía de ópera bufa, el barón de Grimm ya había dicho que la música italiana prometía y daba placer «a todos los hombres que tengan oídos». El año anterior, 1751, había aparecido el primer volumen de la Enciclopedia. En la Ópera de París la pasión del arte llegó a tal nivel que, según reseña Talens, los enfrentamientos fueron escalando hasta acabar casi en batallas campales. Los francófilos se agrupaban debajo del palco del rey y los de la música italiana debajo del palco de la reina. Entre estos estaba Rousseau, que describía a los suyos como más vivos, orgullosos y entusiastas, «personas de talento, hombres de genio.» Bufones ilustrados, podría decirse. D’Holbach, por su parte, publicó, sin firmar, un texto sarcástico en el que las quejas por la falta de gusto de los italianos en realidad funcionaban como elogios. Y el barón Grimm predijo el declive definitivo de la ópera francesa si no reformulaba su estructura según el modelo italiano.
De nuevo: era un conflicto entre realistas y reflexivos, bufos y serios, populares y doctos y, por qué no, entre revolucionarios y conservadores... O tal vez la dicotomía es falsa... «sólo Diderot pareció mantener la cabeza fría, cuando pedía una y otra vez que sólo se comparasen entre sí cosas que fuesen de entrada comparables [...], como la ópera seria francesa y la ópera seria italiana.» Pero no le fue bien, al contrario, la polémica se reavivó en 1754 cuando Rousseau publicó su Carta sobre la música francesa, en la que ataca a la música francesa como tal; en la que pone la disputa en el plano de su amor a la naturaleza, o al menos a ese mito rousseauniano de la naturaleza buena: para el autor de Emilio, la ópera francesa era falsa, artificiosa, pomposa; o sea, alejada de la naturaleza. Y el «chivo expiatorio» era Rameau, tachado como «abanderado del elitismo conservador y aristocrático.»
Si nos dejamos llevar por las palabras, podría decirse que la Revolución Francesa primero fue musical. Pero no lo digamos y quedémonos —siguiendo a Talens— con la disputa ideológica que brota más allá de los nombres. De un lado, quienes creen que el arte, en este caso la música, tiene un fundamento racional, independiente de todo tiempo y lugar. Y quienes, como Rousseau, piensan que la música expresa la variedad de lo humano. O sea, universalismo versus diversalismo, si se me permite la expresión. E, incluso, si ahora se me permite un anacronismo, podríamos hablar de un debate “multiculturalista”, es decir, por un lado quienes ponen el acento en las diferencias y su reivindicación, y por el otro, quienes apuestan por principios universales, por lo humano como algo universal. Allí donde Rameau dice razón, armonía, doctrina; Rousseau dice libertad, expresión de sentimientos individuales, genio.
(Un apunte sobre la última palabra, «genio». Talens dice sobre ella: «sea lo que sea.» Lo que me llevó a recordar otra idea de Rousseau, la «voluntad general», y a pensar que lo de «genio» es una realidad tan aprensible y comprobable como la «voluntad general» o, si nos vamos al otro extremo, como la voluntad individual y otras ficciones por el estilo, por ejemplo Dios o la Mano invisible del Mercado o qué se yo [útiles, sí... para alguien.] «En cualquier caso», escribe Talens, «lo que se jugaba en la polémica, no era sólo una cuestión de gustos y modelos musicales, sino de concepciones de mundo y de la cultura.» Y, entonces, pienso, tal vez no es tan palabrero decir que la Revolución primero fue musical; y quizás cabe preguntar, si recordamos lo de Cioran, y a pesar de lo que acabo de citar de Talens, ¿no será que una bufonada, una cuestión sólo de gusto, pueda terminar en una revolución? ¿Hay que precaverse, tomarse en serio cuando se disputa entre docto y popular, cuando brota esa ruptura? ¿Hay que evitarla?... ¿Es real? Parece que sí en el terreno de las artes y las letras —que no sé si revolucionan algo más que su mundo, si es que lo hacen.)
Pero volvamos. De nuevo: ¿No será falsa la dicotomía entre razón y libertad, entre teoría y práctica, entre cultura y naturaleza... falsa como ya sugería Diderot? Así lo ve Talens, quien, de la mano de Lévi-Strauss, habla de «articular la idea de naturaleza y la de cultura». O sea, la de individualidad y universalidad y, por lo tanto, la de una escritura reflexiva con la de una escritura natural, libre. Lo «que Rousseau rechaza es ante todo la posibilidad de la teoría (a la que despectivamente llama "doctrina") como parte integrante de la práctica. La idea de que "pensar" y "sentir" no pueden ir juntos o, lo que es lo mismo, que la escritura (musical en el debate, pero generalizable como dispositivo a todas las demás) que incluye la capacidad reflexiva como parte de su proceso y la escritura que considera la creación como algo "natural" son conceptos contradictorios e irreductibles, estaba servida.» Una dicotomía, la de la «querella de los bufones», en la que Talens ve un modelo que prefigura el debate contemporáneo entre «la práctica artística entendida como excrecencia natural de las vivencias y experiencias del mundo y su anclaje paralelo en la reflexión sobre la naturaleza misma del medium con que el artista trabaja.»
Mas, y he aquí la articulación de bufonada y seriedad, ¿acaso la práctica, la artística al menos, no se alimenta de la teoría que se alimenta de la práctica... y viceversa? Eso parece sugerir Talens, quien dice: el «carácter universal» de la música que propone Rameau tal vez nos choca al lado del carácter histórico y cultural que propone Rousseau; pero la convicción del primero de que es necesario reflexionar sobre los modos de composición antes o en paralelo a la composición misma «sigue pareciéndome más actual y razonable que la supuesta "naturalidad" no mediatizada por el trabajo teórico que propone [Rousseau]»... «Como si ser compositor y teórico de la composición fuese algo incompatible», como si crear obras "simples", "naturales", ¿modernas?, ¿contemporáneas? —como un «albañil que construye su muro», como un «constructor de puertas y ventanas» (Parra)—, no implicara (vuelvo con Talens) un «riguroso trabajo de orfebrería, de ascesis y despojamiento, imposible de realizar si no se lo controla, con la cabeza fría y un perfecto conocimiento de la teoría musical.»
Para Talens, imitar a la naturaleza también puede significar «un modo retórico de mediación», hacer un montaje. O sea -es lo que parece decir-, el resultado de una reflexión no es menos real, no es menos natural; «la reflexión no está reñida con el carácter construido del efecto natural, como resultado retórico y no real.» Dicho en bruto: modernidad y no romanticismo, fragmentación y no verosimilitud, según la clasificación que —dice Talens— hace Milan Kundera para distinguir dos períodos en la historia de la novela, uno que va de Rabelais (e incluye a Cervantes) hasta el siglo XIX, y otro, el de la novela decimonónica. Una división que Kundera hace para reivindicar a la narrativa contemporánea (Kafka, por ejemplo), al tercer período, que compartiría con el primero la voluntad de que «todos los momentos, todas las parcelas de una obra tengan la misma importancia estética», dice Talens; para reivindicar la narrativa contemporánea y no juzgarla según el sistema de valores que explican a Balzac y Tolstoi, a saber, la coherencia estructural, los tiempos muertos para simular una totalidad que reflejaría al mundo.
(Nota: y después qué... Después de Duchamp o de Parra, por ejemplo... ¿Después repetirse en los «anti» y los «post»?, ¿quedar a la sombra de esos orfebres ilustrados? Y ya que abrí este paréntesis, vaya otra nota para retomar la deriva política, la bufonada política: tal vez de esto hablaba Marx cuando dijo que ya se había pensado demasiado el mundo y era tiempo de cambiarlo; quizás quería decir que había que pensarlo y cambiarlo o pensarlo para cambiarlo o algo así: que no hay contradicción entre ambos, sino que deben articularse. Y tal vez hablaba de arte.)
Talens cita al musicólogo Enrico Fubini para rematar la reconciliación entre teoría y práctica, entre universalismo e individualismo: «la capacidad de experimentar sentimientos, de expresarlos a través del lenguaje y del canto [...] es universal», dice, «sin embargo, los sentimientos y las emociones son precisamente sentimientos y emociones experimentadas por un individuo o por una colectividad y no pueden manifestarse más que a través de una expresión individual, particular.»
¿Entonces: que sentimos y expresamos es universal, pero qué sentimos y expresamos es singular, diverso? ¿Eso es la modernidad, el artefacto, la composición, la abstracción hecha obra, la teoría práctica? «La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable. Cada pintor antiguo tuvo su modernidad», escribe Baudelaire en El pintor de la vida moderna. «Ese elemento transitorio, fugitivo, cuyas metamorfosis son tan frecuentes, no hay derecho a desdeñarlo o dejarlo de lado. Suprimirlo es caer forzosamente en el vacío de una belleza abstracta e indefinible», agrega. ¿Bufones y serios unidos?
(El texto de Baudelaire está incluido en Mi corazón al desnudo y otros escritos íntimos, una reunión de textos hecha por Alan Pauls y publicada por Ediciones UDP. Allí mismo hay otro texto que dice: «1848 solo fue divertido porque todo el mundo erigía utopías como castillos en el aire.»)
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Por: Juan Rodríguez M.
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