UN FANTASMA RECORRE EL MUNDO 'EL TIEMPO DE LA MEMORIA' DE CARLOS PEÑA

EL TIEMPO DE LA MEMORIA
Carlos Peña

Taurus, 2019, 240 páginas. 
Juan Rodríguez M.

1. 
Tal vez los humanos somos, como todo animal, seres anclados al presente; conciencias ilusas, en el mejor de los casos. En el primer capítulo de El tiempo de la memoria, Carlos Peña cita a Freud, quien afirma que “las fantasías [infantiles] son producto de épocas posteriores que se reproyectan desde el presente de entonces hasta la niñez temprana”. Entonces Peña escribe que “el pasado sería, en verdad, un presente encubierto”. Luego habla de los «Recuerdos encubridores», cuando ya no es el presente el que se disfraza de pasado, sino que el pasado cubre “un momento posterior”. En todo caso, pienso, esos juegos mentales ocurren siempre ahora, en presente. 

Kant imaginó que los seres humanos, o al menos los seres racionales, tenemos una batería de conceptos, categorías o formas —que podríamos describir como mentales— a partir de la cual ordenamos el material que nos viene de fuera. Ese material ordenado es lo que llamamos experiencia, el mundo con sus leyes de la naturaleza, el tiempo-espacio. En otras palabras, nosotros, sujetos racionales, construimos o formamos la realidad (los fenómenos) con el material informe (noúmeno) que nos viene del exterior. A ese material sin forma Kant lo llamó la cosa en sí, o sea, la cosa antes de ser intervenida. Sin embargo, esa cosa en sí, esa realidad externa, esa realidad más allá de la realidad es sólo un supuesto, pues no la podemos experimentar. ¿Por qué no? Porque, como vimos, sólo tenemos experiencia de los fenómenos; no hay, no puede haber experiencia de las cosa en sí

Valga esta introducción para preguntar lo siguiente, a propósito del libro de Peña: la cosa en sí kantiana, ¿puede ser el pasado supuesto, los hechos “reales” de los que los recuerdos serían los fenómenos, la experiencia? Y digo “supuesto” porque —de hecho— sólo contamos con los recuerdos, tal como en la teoría kantiana sólo contamos con los fenómenos; sólo contamos con esa realidad construida, con esa apariencia o aparecer. Ese presente. De nuevo: tal vez los humanos somos, como todo animal, seres anclados al presente; conciencias ilusas, en el mejor de los casos. Y no esos animales metafísicos (no animales) que soñamos ser; esos animales que levantarían la cabeza del suelo presente para mirar hacia atrás y hacia delante, hacia el pasado y hacia el futuro. O tal vez haya que decirlo así: nuestro presente, nuestra animalidad, es imaginar algo así como un pasado y un futuro.

2. 
Peña cuenta la experiencia que tuvo Ricardo Piglia al releer sus diarios: no reconoció la vida registrada allí (quizás por eso los publicó en tercera persona y bajo el nombre de su alter ego Emilio Renzi). La conclusión, o mejor digamos hipótesis, para no ser tan rotundos... La hipótesis es que el transcurso de la vida va cambiando el pasado:

En «Recordar, repetir y reelaborar» —escribe Peña—, Freud describe las múltiples formas en que la subjetividad humana es configurada por memorias conscientes e inconscientes, memorias que han tachado o desplazado a otras, memorias encubridoras [...]. Así, el transcurrir de la existencia va cambiando, hasta cierto punto, el pasado.
Por eso —observa el autor de Tótem y tabú, y vale la pena detenerse en ello— cuál sea la precisa relación temporal que el recuerdo guarda o posee con la vida del individuo es algo que a menudo solo puede hacerse exponiendo su «biografía entera».

Sólo con la muerte se fija el pasado, una vida. Sólo entonces hay un todo para ser contemplado y significado, recuerda Peña que dijo Dilthey. La pregunta es si es posible algo así como una “biografía entera” y, entonces, si es posible fijar un pasado, una vida. Sólo con la muerte se fija el pasado, sí, pero ya muerto no hay memoria, no hay recuerdo que pueda tejer esa vida completa; de hecho no hay nada. O mejor, ni siquiera hay nada. De modo que en realidad el pasado nunca se fija. Sin embargo, dirá alguien, otros pueden fijarlo para ese muerto. Yo pienso que no, porque, mientras viva, ese biógrafo también es un sujeto para el que el pasado propio o “ajeno” va cambiando con el transcurrir de la vida. Y digo “ajeno”, entre comillas, porque, en la medida en que él lo cuenta, ese pasado ajeno en realidad es propio, se lo apropia, lo vive, es su presente; y entonces será su pasado y cambiará.

3. 
La memoria como sentido es uno de los asuntos de El tiempo de la memoria. Y entonces recuerdo que suele decirse que somos seres incompletos, rotos. Etcétera. Muchas veces se habla de la falta que nos constituye, de la búsqueda de sentido, del vacío que somos y que deseamos llenar; pero, me pregunto, a modo de ejercicio, ¿por qué no pensar que en realidad nos sobra?, ¿por qué no pensar que nos constituye un exceso, que somos lo que nos sobra, que somos seres excesivos, abundantes, sobreabundantes? ¿Un exceso de qué? No lo sé, yo sólo pregunto... ¿tal vez un exceso de sentido?

4. 
Descartes dividió la realidad en una res cogitans y una res extensa, entre pensamiento y materia; quizás la res cogitans cartesiana es el tiempo (y la extensa, claro, el espacio). Dice Peña que mientras en San Agustín el tiempo aparece como constitutivo de una existencia humana vuelta hacia el mundo, en Descartes —y a partir de él en la modernidad— “el tiempo aparecerá ante todo como una experiencia psicológica a la que es posible asomarse mediante la introspección”; o sea, el tiempo de un sujeto encerrado en sí mismo, separado del mundo, seguro en su certeza solipsista o solista: pienso luego existo. Sin embargo, creo, se podría decir lo contrario de Descartes y su cogito en primera persona singular; no verlo como el fundador del racionalismo moderno que se olvida del mundo, y del ser humano como alguien en el mundo. 

Según recuerdo, Descartes se refiere a su camino hacia la certeza precisamente como su camino, sin pretensiones de validez universal. Hay una duda o una cautela en la certeza cartesiana: es mi camino, dice, mi método. La modernidad, fantaseo, también pudo desarrollar esa posibilidad cartesiana, esa cautela o incerteza. Es más, ¿no la desarrolló de hecho —incluso para pesar de sus pretensiones de certeza— desde el momento en que la modernidad es el mundo en el que todo lo sólido se desvanece, en el que Dios ha muerto, en el que la conciencia se alimenta de la inconciencia? No olvidemos que la certeza cartesiana, el cogito, el pienso luego existo, es un yo que duda incluso de las matemáticas, un yo para el que uno más uno puede dar tres; un yo, si se me permite, loco; que se afirma en la duda. Y, me pregunto, ¿quién puede afirmarse en la duda?, ¿es posible una duda firme?, ¿se puede agarrar uno del agua?, tal vez nadar sí, ¿pero agarrase?; ni siquiera cuando es sólida el agua es suelo firme. 

5. 
La temporalidad que somos, dice Peña, impide fijar el pasado y hace posible la historia y la memoria. (Ya decía yo que no se puede fijar el pasado.) “La provisionalidad del pasado. Hay pocas ideas más liberadoras que esa”. Mas, ¿queremos esa libertad? ¿No podría ser, en vez de liberadora, abrumadora? ¿No podría ser abrumante esa falta de certeza, que ni el pasado sea cierto?

6. 
Peña aclara que la provisionalidad del pasado no implica que la vida humana esté “entregada a la voluntad de quien la vive”. Pues esa provisionalidad va acompañada del mundo en el que nacimos y que nadie eligió, de un “horizonte de significados ya constituido” del que nos serviremos para hacernos o contarnos a nosotros mismos. Suponer que mi vida está libre de todo pasado y puedo construirla a placer es la representación de la vida que tiene un “individualista ingenuo”, dice Peña, “que pensara que la autonomía de cada cual es algo así como una franquía que libera de cualquier dependencia”. La vida no está entregada a la voluntad de quien la vive. (Se me ocurre que la idea de “meritocracia” —que ni siquiera Word reconoce como una palabra—, la idea de que uno, por mérito o demérito propio, es lo que es o lo que cree que es, esa idea, digo, se me ocurre que es una forma de “individualismo ingenuo”. También podríamos llamarlo individualismo idiota.) 

7. 
En Roma, la película de Alfonso Cuarón, hay una escena en la que Pepe, uno de los niños de la casa donde trabaja Cleo, le dice a ésta que cuando grande “había sido” piloto de guerra. Ella, enternecida, lo corrige, le dice que cuando sea grande va a ser piloto. Pero el niño insiste en que “había sido” (en otra escena le dirá que “fue” marinero cuando “era” grande). Pepe parece mirar su vida desde un futuro que todavía no ha sido, como si ya adulto, digamos a punto de morir, revisara su vida. O mejor, Pepe recuerda el futuro.

En El tiempo de la memoria Peña habla de la vida humana —de la memoria— como algo abierto, inconcluso, configurado preeminentemente por el futuro. No somos algo, estamos siendo, seremos, y fundamentalmente, sólo muertos, habremos sido algo. Lacan, recuerda Peña, habló del “futuro anterior” como tiempo de la memoria, de la identidad. El futuro anterior es lo que en castellano llamamos futuro perfecto; describe acciones futuras que ocurren antes de otras acciones futuras. Podríamos imaginar que la acción futura por antonomasia, respecto a la cual todo futuro es anterior o perfecto, es la muerte. De nuevo: sólo muertos lo que hayamos hecho será algo definitivo, completo, perfecto, anterior. 

Al invocar el futuro perfecto, o futuro anterior —escribe Peña—, como la clave de la historia personal, Lacan está poniendo en cuestión que el fundamento de la identidad subjetiva (la respuesta de cada uno a la pregunta ¿quién soy?) sea una memoria interiorizada y clausurada. La memoria concebida como lo que ha sido queda reemplazada por lo que habrá sido, un tiempo que nunca podrá ser recordado a la perfección, puesto que está abierto, inconcluso, sin que nunca pueda tener lugar del todo.

O sea que más preciso que decir que soy tal o cual cosa es decir que habré sido tal o cual cosa. Todo habrá sido alguna vez, escribe Peña. Y esa vez, en última instancia, es la muerte. Entonces no deja de tener razón Pepe cuando cuenta que había sido piloto de guerra; no deja de tener sentido que un niño hable del adulto que fue o que era. De hecho puede que su gesto sea más radical, pues no usa el futuro anterior o perfecto, sino que derechamente habla en pasado, como situado desde más allá de la muerte; como si fuese el fantasma de sí mismo. ¿Que eso es imposible? No creo que eso sea problema para un niño.

8. 
Afirma Peña que toda memoria individual es, en cierto, colectiva. Por de pronto porque para hablar de mí recurro al lenguaje, algo dado, anterior a mí y que acumula la historias de otros antes que yo. 

Ninguna memoria es posible fuera de los marcos de sentido empleados por los que viven en sociedad para recoger recuerdos. Las memorias no son producto de una mente individual, sino el resultado de la relación del yo con el mundo circundante que hasta cierto punto lo constituye.

Podríamos imaginar, pues, que mis recuerdos son nuestros recuerdos. Y tal vez, entonces, que mi razón es nuestra razón; que mi razón es una razón común —comunicativa, diría Jaspers—, quizás un sinsentido común. Esa razón o sinsentido común al que llamamos sociedad.

9. 
Si la memoria está estructurada desde un “Otro”, el lenguaje, como dice Peña; si el Otro es el lenguaje o si el lenguaje es Otro, entonces toda autobiografía es colectiva, pública. Una autobiografía es, en una medida que no sé precisar, la vida de los otros; no es nunca íntima: si lo fuera no podría escribirse (yo no podría escribirla) y si pudiera escribirla, no podría leerse, nadie podría comprenderla, sería una autobiografía que diría menos que el silencio, menos que nada. 

10. 
Peña explica que Heidegger describía la condición humana como una espera, al modo como el cristiano espera la parusía, la segunda venida de Cristo. Peña recuerda esta idea a propósito de la noción de perdón que expone Derrida en relación con los hechos imperdonables (los crímenes de la dictadura chilena, por ejemplo); 

la idea del perdón de Derrida como un imposible, como un perdón de lo imperdonable, solo puede ser comprendida sobre el fondo de una mesianicidad sin mesianismo, la condición humana como una apertura a la posibilidad de un acontecimiento que todo lo trastoque. No hay pues fe en el futuro, sino fe en un acontecimiento o, mejor todavía, en la espera de ese acontecimiento.

El problema de la fe en el futuro, o incluso de la fe en un acontecimiento (quizás especialmente en un acontecimiento) es que, absolutamente ignorantes como somos del futuro o del aspecto de ese acontecimiento, podemos terminar abrasando al crimen, podemos hacer del futuro o del acontecimiento un crimen —como hizo Heidegger que, por esperar un dios que nos salvara, abrazó el nazismo. Puede que en la propia filosofía de Heidegger esté el remedio o precaución ante ese peligro: según muestra Peña, el filósofo alemán describe la espera humana como una escatología sin escathon, o sea, como una la espera sin fin de un fin. O sea, sólo una espera, nunca la satisfacción de la espera, nunca la realización de ese fin, nunca la llegada del dios; sólo la fe en la espera. 

Concretar o reconocer la espera en algo o alguien —en el nazismo y Hitler, por ejemplo— es traicionar la espera, es violentar la condición humana, deshumanizarla; es un crimen. El propio Heidegger, leyendo a Pablo, dice que importa menos cuándo llegará lo esperado que el cómo de la espera; o sea, interpreto, no sacrifiquemos el presente en el altar del futuro. 

11. 
Algo más sobre Heidegger y la fe en un acontecimiento. Como explica Peña, el autor de Ser y tiempo habla de una experiencia auténtica u originaria del tiempo (una que se hace cargo de la finitud), frente a otra inauténtica o vulgar. Esas ideas, se me ocurre, pueden ser problemáticas viniendo de un filósofo que creyó “que en el debate con el nacionalsocialismo podía abrirse un camino nuevo, el único posible, para una renovación”. ¿No es riesgoso hablar, a propósito de los seres humanos, de experiencias o maneras de vivir auténticas e inauténticas? ¿No deshumaniza la condición humana?

12. 
Termino con esto: si yo les contara a ustedes algo que me pasó y luego ustedes lo contaran, o mejor, lo escribieran en sus propias palabras, yo —al leerlo— podría decirles que eso no es exactamente lo que les dije o lo que había querido decir; que lo escrito no recoge lo que hablé. Si eso ocurriera, ustedes tendrían todo el derecho a replicar: ¿dónde está esa realidad que la escritura rebaja o altera? ¿Dónde está esa realidad no escrita? Esa realidad, sospechamos, no existe. Lo que quisiste decir es lo que dijiste, y lo que dijiste está escrito ahí; ni más ni menos. 

Yo todavía podría insistir que en realidad las cosas no fueron así como quedaron escritas, y entonces ustedes podrían preguntar, con retórica, ¿qué es el pasado? Y responder, sin esperar a que yo diga algo, que el pasado son esos rastros que tenemos aquí y sólo esos rastros... y lo que hagamos ahora con ellos. El pasado es algo aquí y ahora, anclado al presente; el resto es la supuesta e incognoscible cosa en sí de la que les hablé al comienzo; ese supuesto origen o causa de los fenómenos que percibimos (o construimos). 

13. 
LOS FANTASMAS DE MI VIDA
Mark Fisher

Caja Negra, 2018, 285 páginas.
Anuncié que terminaría con el punto anterior, pero aquí estamos, con un último apunte. Les dije —o imaginé— que el pasado podía ser la cosa en sí, pero ahora me pregunto si no será el futuro. Tal vez la cosa en sí es eso esperado que debe permanecer sin concretarse; es decir, supuesta e incognoscible como el futuro; irrealizable como el futuro. Ideal. Aunque quizás por lo mismo esperanzadora.

Según Mark Fisher (entre otros) la época del capitalismo tardío o neoliberal, nuestra época, es la de la cancelación del futuro. El tiempo sigue avanzando, por supuesto, pero ya no hay novedades; la sociedad se ha vuelto un destino. No hay alternativa al capitalismo, dijo Margaret Thatcher. Quizás, al contrario de lo que afirmé arriba, Pepe, el niño de Roma, al hablar en pasado de cosas que no han sucedido, no está expresando la apertura humana hacia el futuro, sino el cierre de éste; el anacronismo de Pepe sería una manera de decir que no hay futuro. 

Sin embargo, así como Peña hablaba de la provisionalidad del pasado, y de lo liberadora que sería esa idea, puesto que nos salva del determinismo, Fisher habla de reanudar posibilidades abandonadas, promesas olvidadas, futuros perdidos. Pero no en el sentido de volver a un pasado idílico, realizado y ya terminado (esa nostalgia de los tiempos sin futuro, precisamente), sino en el sentido de reanudar procesos o expectativas que fueron clausuradas, o mejor, suspendidas porque se siguieron otras rutas. Esas posibilidades o promesas, “los espectros de los futuros perdidos”, cree Fisher, nos acechan, son una suerte de anomalías temporales. 

Entonces —quizás— Pepe sí está abriendo el futuro. Imaginemos: alguien a los treinta años renuncia a su trabajo, aburrido de tener jefes, sintiéndose explotado, e instala su propio negocio para retomar el control de su tiempo, para ser libre; el negocio es exitoso, crece, y al cabo de diez años, esa persona —ya de cuarenta— se ve atrapado en su propia empresa, sin tiempo, autoexplotado. ¿Hemos de suponer que la renuncia a su trabajo, diez años antes, lo condujo necesariamente a una nueva y tal vez peor forma de explotación?, ¿debe arrepentirse la persona de esa decisión? ¿O será que en ese pasado, y aún hoy, todavía late la posibilidad de la liberación? ¿No se puede decir, como Pepe, “cuando fui libre”, a modo de promesa reanudada? Son sólo preguntas. Pero no es difícil imaginar que a esa persona autoexplotada, tal vez deprimida o estresada, la promesa pasada o el futuro anterior de libertad todavía lo asedia, lo picanea; es un asedio desde el pasado y desde el futuro, un asedio presente. 

¿No será la cosa en sí ese pasado-futuro que nos asedia?, ¿ese fantasma?

Juguemos a las etimologías y digamos que “fenómeno” —eso que construimos a partir de la supuesta cosa en sí— está emparentado con “fantasma”, pues ambas palabras derivan del verbo griego phanein, que significa brillar, aparecer, mostrarse. Los fenómenos son aquello que aparece, y los fantasmas son apariciones; podríamos decir que estos últimos son fenómenos que no se concretan, que no vemos, que sólo se insinúan, sin que los podamos captar del todo, fuera de nuestros esquemas, como si la cosa en sí se filtrara a través de la trama de nuestra experiencia. Fenómenos o casi-fenómenos que no vemos, pero sentimos (o imaginamos o suponemos), como esas imágenes espectrales que permanecen por unos segundos en los antiguos televisores luego de ser apagados, o como esos ruidos extraños, ilegibles, que se cuelan al sintonizar un aparato de radio; imágenes y ruidos espectrales, extraños, pero familiares. 

Tal vez la cosa en sí sea la expresión de un deseo de ser otro, de un ideal, de un deseo de escape; un escape de la infancia, en el caso de la película Roma, o sea, del origen, una huida de la identidad, de lo que en principio parece fatídico o definitivo, algo hecho y derecho, una fatalidad, un destino. “La libertad —dice Zizek, citado por Carla Cordua en Estudios sobre Hegel— es en su forma más radical la libertad de cambiar el Destino de uno”. Puede que la cosa en sí —ese fantasma de la razón— sea la fuente de esa esperanza; una fuente supuesta, imaginada, no fáctica, un otro, pero tal vez por eso motivadora, si es que no emotiva. 

La época de lo que he llamado “realismo capitalista” —la creencia generalizada de que no hay alternativa al capitalismo— se ve asediada no por la aparición del espectro del comunismo —escribe Fisher en Los fantasmas de mi vida—, sino por su desaparición.

Entonces, y prometo no transcribir más apuntes, ¿cuál es el fantasma que recorre nuestro mundo? ¿Será el fantasma del comunismo muerto a fines de los ochenta y comienzo de los noventa (y liberado entonces de su corporalidad totalitaria)? ¿Por qué no el populismo, eso que hoy nombra a todo lo que no se acomoda al presente? (¿O la UP, en el caso de Chile?). Quizás sea la democracia. Tal vez ésta es el fantasma que acecha a nuestra política y a toda política; el motor y horizonte de nuestro presente, de nuestra animalidad. Incierta, excesiva de sentido; una especie de presente encubierto, o de recuerdo encubridor. En todo caso un anacronismo, una anomalía temporal que trastorna nuestro presente; un exceso. ¿No sigue siendo una promesa la sociedad libre, igual y fraterna? ¿La democracia es o habrá sido? ¿Hemos de tener fe en la espera y ocuparnos del cómo y no del cuándoQuién sabe. 


En todo caso recordemos (imaginemos) que el pasado puede ser provisional, que podemos retomar el futuro y que esa idea, según Peña, es la más liberadora de todas; pero también puede ser abrumadora, aterradora —puesto que es una liberación de la identidad—, una fuente eterna de ansiedad, de inquietud, cual fantasma. Y entonces la pregunta que debemos hacernos es, ¿queremos aquella libertad o preferimos el Destino?, ¿nos refugiamos en el ser o nos preguntamos por el deber ser?, ¿nos anclamos, acomodamos en el pasado-actual o dudamos de esa certeza? En realidad, ahora lo veo, esta pregunta (ser o deber ser) es el fantasma —siempre presente— que nos recorre, que nos angustia, que recordamos; que imaginamos.