FOUCAULT Y EL RIESGO DE LA FILOSOFÍA
Si la verdad duele y la filosofía tiene que ver con decir la verdad, bueno, la filosofía requiere coraje: el coraje de decir la verdad sin importar qué. No hay filosofía sin riesgo, y no uno alegórico o en el puro papel. No. Un riesgo real, físico, el de enemistarse con alguien, el de ser excluido, desterrado, el riesgo incluso de ser muerto. La verdad, decir la verdad, implicaría entonces una cierta manera de ser, una práctica.
Esa cuestión es la que preocupa a Michel Foucault en El coraje de la verdad (FCE), el último curso que el filósofo francés dictó en el Collège de France, continuación del que le dedicó a El gobierno de sí y de los otros. El asunto, dice, es indagar "¿cuál es la forma del sujeto que dice la verdad?", "la vieja cuestión, tradicional en el corazón mismo de la filosofía, de las relaciones entre sujeto y verdad".
Si en Historia de la locura se trató de la verdad y el sujeto loco, del delincuente en Vigilar y Castigar o de la sexualidad en Historia de la sexualidad; en este curso Foucault vuelve al origen, a la antigüedad grecolatina para inquirir acerca de cierta modalidad específica del decir veraz: la parresia, literalmente, "decir todo", pero que se entiende por "decir veraz" o "hablar franco". "Decir la verdad sin disimulación, ni reserva, ni cláusula de estilo, ni ornamento retórico que pueda cifrarla o enmascararla", explica Foucault. La verdad pura y dura, sin pelos en la lengua. De ahí lo de coraje de la verdad.
La fuente es Sócrates, acusado de impío y corruptor de jóvenes por decir la verdad, y condenado a muerte por seguir diciéndola. Si antes de él la parresia tenía un carácter político en cuanto se trataba de alguien que decía la verdad ante la asamblea, con Sócrates adquiere un carácter ético, en cuanto se ejerce ahora sobre los individuos en vistas de alejar al otro del error. El maestro de Platón reprocha, objeta, cuestiona a su interlocutor para hacerlo consciente de su ignorancia, para que tome conciencia de sí; lucha contra el olvido de sí mismo, conmina al otro a cuidar de su alma.
De ahí que las últimas palabras de Sócrates antes de morir sean: "Critón, debemos un gallo a Asclepio [dios de la medicina al que se le ofrendaba un gallo cuando un enfermo sanaba]. Paga mi deuda, no lo olvides". No es que la vida fuera la enfermedad, interpreta Foucault siguiendo a Georges Dumézil; no, la enfermedad son las opiniones erradas, esas que son "como un mal que afecta al alma". A curar y curarse de eso habría dedicado su vida Sócrates, y en el momento de morir no quedaba sino agradecer y conminar a los suyos a insistir y no descuidar sus almas.
Se trata, entonces, de la filosofía como vida filosófica. Un cruce entre existencia y verdad que se encarna luego en los cínicos, quienes provocan con su sola presencia. Un tipo de vida, el cínico, que trastoca las normas establecidas y que Foucault reconoce también en el ascetismo cristiano, en el político revolucionario y en el artista moderno.
Foucault dictó este curso durante febrero y marzo de 1984. Murió tres meses después, el 25 de junio. Algún afán dramático querría ver en estas clases un testamento, el cierre o conclusión de una filosofía. Un epitafio. Lo que hay es un pensador que avanza, retrocede, se desvía, retorna; que deja su curso a medio camino, también su vida (cedamos al drama) con un "en fin, aunque tenía cosas para decirles sobre el marco general de estos análisis, es demasiado tarde. Gracias, entonces"...
Una pregunta final: ¿Quién se arriesga hoy en filosofía?
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Versión del artículo publicado en Revista de Libros de El Mercurio el 6 de febrero de 2011.