ES SÓLO ROCK AND ROLL: KURT COBAIN Y WILLIAM BURROUGHS
El libro Nada es verdad, todo está permitido relata la reunión, en 1993, entre el líder de Nirvana, muerto hace veinte años, y el escritor beat, nacido hace cien.
Juan Rodríguez M.
Si el rock es o pretende ser un gesto antisistema, o al menos rupturista, no es raro que una larguísima serie de rockeros hayan tenido al escritor William Burroughs (1914-1997) como “una especie de padre espiritual”, debido a su discurso contracultural, su misticismo, sus innovaciones de forma y contenido. O sea, por su moral punk, o algo así... Aunque él mismo dijo: “No soy un punk y no sé por qué me consideran el padrino del punk”.
Nombremos a algunos de esos seguidores: Bob Dylan (“Dile que lo estoy leyendo y que creo en cada palabra que dice”, le escribió a Allen Ginsberg en una carta), Frank Zappa, Talking Heads, Jimmy Page, David Bowie, Lou Reed, Iggy Pop, Sonic Youth, Patti Smith, The Rolling Stones, Paul McCartney (que lo eligió como uno de los personajes para la portada del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, de The Beatles). Y no es todo: el heavy metal, una de las millones de variantes del rock, tomó su nombre de un texto de Burroughs, La máquina blanda, uno de cuyos personajes es “Willy el uraniano, el chico del metal pesado”.
También lo tuvo como referente Kurt Cobain (1967-1994), líder, voz y guitarra de Nirvana, la banda que en 1991, con su disco Nevermind, no sólo consolidó a nivel mundial una subterránea corriente de rock que desarrolló en los años ochenta —en Estados Unidos, en la década de Ronald Reagan— con grupos como The Minutemen, Sonic Youth o Fugazi, sino que también se convirtió en ícono y voz (probablemente gracias a MTV) de la llamada generación X:
"Carga las pistolas y / trae a tus amigos. / Es divertido perder / y simular...".
Así cantaba Cobain en "Smells Like Teen Spirit" —huele a espíritu adolescente— la canción en cuyo vídeo se ve a una porristas vestidas de negro, con la “A” de la anarquía en su pecho. Era la revolución a través de la música, por radio y televisión. Era, hasta que Kurt Cobain se suicidó el cinco de abril de abril de 1994, con veintisiete años.
El intercambio y el disfraz
Las interzonas son mapas ocultos del mundo. Esa extraña idea le llegó de golpe a William Burroughs: estaba en el departamento del poeta Allen Ginsberg, miró hacia afuera y vio que en el edificio de enfrente una mujer subía por la escalera de incendios (esas que están por fuera de la construcción) y luego irrumpía en un departamento. Entonces Burroughs pensó que el edificio, con sus departamentos conectados por esas escaleras, “era un lugar vivo, un enclave ideal para el intercambio y el disfraz. El escritor imaginó complejas ciudades y edificios llenos de escaleras de incendios, puertas, pasadizos y conductos invisibles”, escribe Servando Rocha en su libro Nada es verdad, todo está permitido (Alpha Decay). Fue entonces cuando a Burroughs se le ocurrió que las interzonas son mapas ocultos del mundo. Y, luego, se convirtieron en un método literario cuyo fruto son sus aparentemente caóticos relatos. Aparentemente, pues, dicen, encierran un orden oculto, como el de esas escaleras de incendio que conectan distintas viviendas, o vidas: “Era, en definitiva, una manera de organizar el caos”, escribe Rocha en su libro, cuyo subtítulo —El día que Kurt Cobain conoció a William Burroughs— hace referencia al veintiuno de octubre de 1993, seis meses antes de que Cobain se suicidara de un escopetazo: ese día el músico visitó a Burroughs, su ídolo.
Habían pasado dos años de Nevermind, y Nirvana acababa de lanzar su disco In Utero. Cobain, cuyo libro de cabecera era Yonqui, le había pedido al escritor que apareciera en un vídeo de la banda. Burroughs declinó la oferta, pero lo invitó a su casa en Lawrence, Kansas (Estados Unidos). Ese encuentro —del que quedaron cuatro fotografías sobre las que Rocha hace extensas descripciones y elucubraciones— le sirve al autor para escribir este ensayo sobre la música de Nirvana, la literatura de Burroughs y, desde allí, sobre la historia social y cultural del siglo XX (en el primer mundo, se entiende, especialmente en Estados Unidos).
Cobain descubrió la literatura de Burroughs en la biblioteca de Aberdeen (Washington), a los diecisiete años. El sitio era uno de los refugios del adolescente luego de la separación de sus padres, y de que su madre lo echara de la casa. “Me gusta cualquier cosa que empiece por b. El que más me gusta es Burroughs”, dirá en 1992 en una entrevista. “No sé si a él le interesa mi música o algo de lo que hago; quizás haya visto a través de mis letras algún tipo de influencia suya o alguna cosa. No lo sé. Tan sólo deseo que le gusten mis letras, pero no puedo esperar que a alguien de una generación completamente distinta a la mía le guste el rock & roll. No creo que jamás haya confesado ser un amante del rock & roll, pero él me dio un montón de cosas gracias a sus libros y entrevistas, y por ello le estoy enormemente agradecido”.
Según Rocha, la cita entre ambos personajes fue un “acontecimiento”, es decir, un hecho que sirve para iluminar una historia, o al menos para adentrase en ella a través de escaleras, puertas y pasadizos: “Porque Cobain ha penetrado en la interzona”. Para éste, escritores como Fitzgerald, Faulkner o Hemingway representaban “la complicidad con la alta cultura, la falta de compromiso, el cinismo”, leemos. Burroughs era lo contrario, y conocerlo fue para él “un regalo”, según contó después su manager, Alex McLeod. Incluso entró a un "acumulador de orgón" (o de energía orgánica) que el escritor tenía abandonado en su patio, una máquina o caseta que, se supone, permite al usuario cargarse con esa energía y, por ejemplo, aumentar la potencia sexual.
El tiempo de los asesinos
Rocha lee la música de Cobain, la literatura de Burroughs y, a través de ellas, el siglo XX, a partir del siguiente axioma: “Nada es verdad, todo está permitido”. Una sentencia atribuida a Hassan i Sabbah, líder de la secta de los asesinos (hassasins), que Burroughs —“un exterminador de la palabra, el asesino de esa entidad parasitaria”, según Rocha— adoptó como máxima. Y que expresó a través del cut-up, o sea, el recorte de palabras y frases para reordenarlas al azar. Esa es la conexión con Cobain.
En “Very Ape”, canción del disco In Utero, el cantautor se proclama como el “rey de la iliteratura”... Sí, con “i”, “un territorio fronterizo, el fantasmal paso de la frontera entre «analfabeto» [illiteracy] y «literatura», un ejemplo más de un método con el que crear nuevas palabras y revestirlas de un sentido abierto y cambiante”, escribe Rocha. “Todas mis palabras son grises”, anota Cobain en sus diarios. Esa era su filosofía. O sea, el cut-up de Burroughs, las interzonas: “Ésa es una de las grandes gestas del pop: hacernos bailar frases huecas o sin sentido aparente, convirtiendo cualquier palabra o idea en algo que nos pertenece. Las canciones de aquel disco [Nevermind] funcionaban por su rotunda validez, pero también había algo que escapaba a toda lógica. Éste es el misterio que envuelve un estribillo como el de «Smells Like Tenn Spirit»: «Un mulato, un albino, un mosquito, mi líbido» y, probablemente, fue este mismo misterio el que lo convirtió en un himno”, dice Rocha.
“En el fondo —concluye—, era el mismo principio del que partían las novelas de Burroughs”, a saber: las palabras significan lo que tu quieras que signifiquen o, dicho de otra manera, “si nada es verdad, todo vale”. Era “una llamada a la lucha contra el lenguaje, la manipulación de la palabra, el conocimiento”. “La realidad como montajes, un fabuloso cut-up...”. Una suerte de híper dadaísmo. O de Punk. El asesinato de Dios, si nos ponemos todavía más serios. Aunque, claro: “Es sólo rock and roll —dicen por ahí—, pero me gusta”.
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Versión muy alterada del artículo “Encuentros y desencuentros entre rock y literatura”, publicado el domingo 11 de mayo de 2014 en Artes y Letras de El Mercurio.