¿QUIÉN MATÓ A WALTER BENJAMIN?
Había perdido sus libros, a sus amigos, le quedaba su libertad y antes de que los nazis se la quitaran eligió morir: una carta, una sobredosis de morfina y listo, libre de la Gestapo. ¿Pudo ser de otro modo? ¿Por qué Walter Benjamin redujo sus opciones a morir o caer preso? Una historia de infortunios y muchos cabos sueltos que siembran dudas sobre lo que Brecht calificó como la primera pérdida verdadera que Hitler causó a la literatura alemana.
Juan Rodríguez M.
Cuenta una leyenda alemana que un «hombrecito jorobado» es el responsable de todas las calamidades infantiles: «Cuando en mi sótano quiero entrar/ para mi bota de vino sacar;/ se presenta un hombrecito jorobado/ que mi jarrita logra quitar.// Cuando en mi cocina quiero entrar /para mi sopita cocinar/ se presenta un hombrecito jorobado/ que mi ollita logra quebrar».
A ese jorobado cita Hannah Arendt –en su ensayo sobre Walter Benjamin recopilado en Hombres en tiempo de oscuridad (Gedisa Editorial)– para mostrar la «mala suerte» como designio de la vida del pensador judío-alemán nacido el 15 de julio de 1892 en Berlín.
La referencia no es gratuita, el propio Benjamin, según muestra la filósofa, se refiere al jorobado en sus trabajos: «cualquiera a quien el hombrecito mira no presta atención; ni a sí mismo ni al hombrecito. Consternado, está ante una pila de escombros». Montones de escombros, cree Arendt, que servirían para trazar la vida de Benjamin hasta el último de ellos: su suicidio el 26 de septiembre de 1940, en la frontera franco-española, cuando intentaba huir de la Francia ocupada por el nazismo.
La pobreza de un hombre de letras
Su muerte fue el corolario de siete años de exilio y penurias intelectuales y económicas. Recordemos. En pleno ascenso del nazismo al poder total, Benjamin huyó en marzo de 1933 de un Berlín donde «la atmosfera apenas es ya respirable». Permaneció casi seis meses en Ibiza ocupado principalmente en su ensayo Sobre la situación del escritor francés, donde habla de «la decadencia de la intelectualidad libre, económicamente condicionada aunque lo sea sólo por la razón»; circunstancias que se avendrán muy bien a su propia historia.
Cuando en septiembre de 1933 se trasladó a París «lo esperaba» –según narra Bernd Witte en Walter Benjamin: una biografía (Gedisa Editorial)–, «toda la miseria del exilio». No es que antes su situación económica haya sido mejor. Según esboza Arendt, Benjamin no se preparó más que para ser «un coleccionista privado y un erudito independiente». De hecho, hasta la muerte de sus padres en 1930 Benjamin subsistió viviendo en la casa de ellos (junto a su mujer y su hijo) y gracias a la mesada que le entregaban. Intentó habilitarse como profesor pero desistió, porque la academia no se avenía con él, ni él con ella; quiso tener una librería, pero fracasó.
Tras su arribo a Paris, recién en 1934 consiguió una pequeña ayuda monetaria de la Alianza Israelita, pero sólo desde febrero a abril. Sus intentos de publicar casi siempre chocaron con algún infortunio: le rechazaron dos textos y recién a fines de la década logró publicar algunos en “Mass und Wert”, que dirigía Thomas Mann. Intentó en medios soviéticos con distinta suerte (le rechazaron La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica porque no se acomodaba al «realismo socialista»). Tampoco pudo con las publicaciones judías, a pesar de la mediación de su amigo, el estudioso sionista Gershom Scholem (sólo le publicaron, extractado, su ensayo sobre Kafka). Nunca pudo ver impreso su estudio sobre Goethe y cuando por fin logró la publicación en Alemania, bajo pseudónimo, de Personajes alemanes, su editor quebró y las copias quedaron guardadas. «Donde sea que uno mire en la vida de Benjamin –escribe Arendt–, encuentra al pequeño jorobado».
Su «único apoyo material y moral» fue el Instituto de Investigaciones Sociales: la Escuela de Frankfurt (Max Horkheimer, Theodor W. Adorno y compañía) que por entonces había trasladado su sede a Nueva York. A fines del otoño de 1932, a instancias de Adorno, Benjamin se entrevistó con Horkheimer, director del centro, y luego, en 1934, comenzó a publicar con regularidad en la revista del instituto, que además le entregó una pequeña mensualidad. Pero los problemas no acabaron. Dada la dependencia del instituto, la situación de Benjamin era muy frágil y hasta cierto punto resignada: «no pudieron evitarse las tensiones ni las divergencias de opiniones con la dirección neoyorkina», escribe Bernd Witte. Benjamin era un marxista sui generis, que intentaba conciliar su materialismo con elementos mesiánicos tomados de la teología judía. Tuvo que asumir encargos que no le interesaban, abstenerse de temas que lo atraían pero que eran responsabilidad de otros miembros del instituto, e incluso ver modificados y recortados textos por la precaria situación económica del centro. El punto cúlmine fue el rechazo de los tres capítulos de su libro sobre Baudelaire, obra que tuvo que rehacer. Incluso su amistad con el escritor Bertold Brecht fue un problema, pues no era santo de la devoción de los frankfurtianos, como éstos no lo eran de aquél. Al propio Brecht le molestaba el elemento teológico de Benjamin, tanto como Scholem le criticaba «su orientación marxista».
Para Arendt, Benjamin había nacido para ser un homme de lettres, «una posición de la que ni los sionistas ni los marxistas eran o pudieron haber sido conscientes». Algo así como el arte por el arte, frente a los literatos (littérateurs) que buscan hacer carrera y posicionarse socialmente, lo que para Benjamin significaba, en sus propias palabras, «vivir bajo el signo del mero intelecto, así como la prostitución significaba vivir bajo el signo del mero sexo». Era un hombre de ayer, que ya en 1927 reflexionaba sobre su situación como «escritor independiente, al margen de cualquier partido o profesión», según anotó en su Diario de Moscú (Ediciones Godot), y que se planteaba el dilema entre seguridad y libertad, entre ser protagonista o espectador: «Cada vez veo con más claridad cuán necesario será armar una sólida estructura para mis futuros trabajos. La traducción está obviamente exenta de esa posibilidad. La construcción de esa solidez depende ante todo de una toma de postura. Lo único que me detiene a la hora de afiliarme al Partido Comunista Alemán son las opiniones ajenas [...] Sobrevuelan por todos lados las opiniones externas que me obligan a preguntarme si no podría yo consolidar, tanto en lo práctico como en lo económico, mediante un trabajo exhaustivo, una posición de izquierdista por fuera del partido que me siguiera garantizando la posibilidad de una producción más amplia dentro del que hasta ahora ha sido mi ámbito de trabajo. La cuestión es si esta producción puede avanzar a un nuevo estadio sin provocar una ruptura. Y si así sucediera, la "estructura" debería estar avalada por una coyuntura externa que la sustente, como por ejemplo un empleo editorial».
Eso lo apuntó el 8 de enero de 1927. Y al otro día: «Sigo considerando mi ingreso al Partido. Entre las ventajas innegables se encuentran una posición estable y algún probable cargo. La garantía de un contacto organizado con otras personas. Entre las probables desventajas, se puede decir que ser comunista en un estado bajo el dominio del proletariado supone renunciar completamente a la independencia personal». Finalmente, Benjamin nunca se afilió al PC. Y doce años después de esas notas, en una carta a Scholem del 14 de marzo de 1939, ante la posibilidad de ver mermados los ingresos que recibía del Instituto de Investigaciones Sociales, Benjamin escribió: «Difícilmente soportaría, à la longue, descender todavía más. La atracción que ejerce sobre mí el mundo que me rodea es demasiado endeble para ello, y demasiado inciertos los premios de la posteridad».
Eso lo apuntó el 8 de enero de 1927. Y al otro día: «Sigo considerando mi ingreso al Partido. Entre las ventajas innegables se encuentran una posición estable y algún probable cargo. La garantía de un contacto organizado con otras personas. Entre las probables desventajas, se puede decir que ser comunista en un estado bajo el dominio del proletariado supone renunciar completamente a la independencia personal». Finalmente, Benjamin nunca se afilió al PC. Y doce años después de esas notas, en una carta a Scholem del 14 de marzo de 1939, ante la posibilidad de ver mermados los ingresos que recibía del Instituto de Investigaciones Sociales, Benjamin escribió: «Difícilmente soportaría, à la longue, descender todavía más. La atracción que ejerce sobre mí el mundo que me rodea es demasiado endeble para ello, y demasiado inciertos los premios de la posteridad».
Benjamin se estaba quedando solo. Su hermano estaba detenido (él mismo lo estuvo de septiembre a noviembre de 1939, tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial), los amigos lejos. En marzo de 1937 escribió: «En el aislamiento en que me encuentro, menos en lo referente a mi vida que en lo referente a mi trabajo, esas visitas que me hace Wiesengrund (Adorno) son para mí doblemente preciosas».
En una carta de mayo de 1939, Arendt le expresó a Scholem su preocupación por la situación del que llamaba «nuestro pequeño Benjamin». Intentó conseguirle algo en París, pero fracasó. Percibía la necesidad de ayudarlo: «A menudo me parece como si sólo ahora se aproximase a las cosas que le son decisivas. Sería abominable que justamente en este momento se viese interrumpido».
El último escombro
Gracias al armisticio entre la Francia de Vichy y la Alemania nazi, los refugiados germanos corrían el peligro de ser devueltos a su país. En junio de 1940, Walter Benjamin, que había perdido su nacionalidad y con una cardiopatía a cuestas, huyó hacia el sur de Francia. Según relata Bernd Witte no llevaba más que su máscara de gas y sus útiles personales: todo lo demás lo dejó atrás, incluidos sus manuscritos y correspondencia. Su apartamento fue confiscado y salvo algunos materiales que quedaron al cuidado de Georges Bataille, todo cayó en las manos de la Gestapo (mucho se recuperó posteriormente). Cuando se encontraba en Marsella, Horkheimer le consiguió un visado para emigrar a Estados Unidos. También obtuvo un permiso para transitar por España, lo que le permitiría llegar a Lisboa y embarcar hacia Norteamérica. Sólo le faltaba un visado para salir de Francia que, según dice Arendt, el gobierno francés le negaba a los alemanes para «complacer a la Gestapo». Esa dificultad era salvable si se hacía una caminata por los Pirineos hacia Port-Bou, pueblo en el límite franco-español, donde la frontera no era vigilada por la policía francesa.
Benjamin emprendió lo que para un hombre con problemas cardiacos sería un duro éxodo. Marchaba junto a un grupo de personas entre las que se contaban Henny Gurland y su hijo, pero al llegar al puesto fronterizo, el 25 de septiembre de 1940, los guardias les informaron que la España franquista había cerrado desde ese día la frontera para los apátridas y no reconocía los visados entregados en Francia. Se les permitió pasar la noche en un hotel, bajo vigilancia policial, y al otro día serían devueltos a Francia. Según narró luego Gurland, en una carta a Adorno de octubre de 1940, eso significaba para los hombres del grupo «el internamiento en un campo de concentración».
A la mañana siguiente, Benjamin le confesó a Gurland que la noche anterior «había ingerido grandes cantidades de morfina» y le indicó que «debía tratar de presentar el asunto como una enfermedad». Luego perdió el conocimiento. Llegó un médico que se negó a trasladarlo a un hospital y diagnosticó un ataque de apoplejía. Benjamin fue enterrado en el cementerio de Port-Bou sin identificarse el lugar de la inhumación (años después se inventaría una lápida en lo que Scholem llama una «tumba apócrifa»). Entre los mitos que rondan su muerte, hay uno que dice que llevaba consigo un manuscrito.
Las dudas
Benjamin le había entregado a Henny Gurland una esquela de cinco líneas (que ella destruyó tras leerla) donde explicaba que «ya no podía más, que no veía salida alguna». Es lo que cuenta ella en la carta a Adorno. Ese recuerdo es el único testimonio del suicidio del escritor. O de lo que se supone es un suicidio. Sí, porque un documental de 2005, ¿Quién mató a Walter Benjamin?, del argentino David Mauas, plantea dudas a partir de una serie de cabos sueltos: lo extraño que resulta que un hombre –diez horas después de ingerir una sobredosis de morfina– estuviese suficientemente lúcido para avisar lo que había hecho, entregar una carta y dar instrucciones; que las actas oficiales descubiertas en los años noventa hablen de muerte por causas naturales; lo improbable de que el sacerdote del lugar, un falangista, permitiese que se enterrase a un suicida en el cementerio católico («¡imposible!», sentencia uno de los lugareños entrevistados, aunque, claro, si se tipificó como muerte natural, queda resuelto el enigma); que toda la prueba del suicidio sea el testimonio de Gurland; las imprecisiones de los documentos oficiales (civiles y eclesiásticos) sobre la fecha del deceso (26, 27 o 28 de septiembre).
La película no se juega por una tesis alternativa, aunque esboza la del asesinato cuando sugiere que Benjamin cayó en «la boca del lobo», a saber: «Un pueblo recién tomado por los franquistas y virtualmente ocupado por los alemanes» (algunos testimonios hablan de la presencia secreta de la Gestapo). De ahí que Mauas se pregunte si el médico encubrió la verdadera causa de la muerte; si las autoridades españoles sabían quién era Benjamin; y si el regente del hotel era un colaboracionista franquista. Son sólo conjeturas. Para Scholem, según escribió en Walter Benjamin. Historia de una amistad (Debolsillo), el asunto es claro: «es evidente que Walter había contado frecuentemente con la posibilidad del suicidio y se había preparado para ello. Estaba convencido de que una nueva guerra mundial entrañaría la utilización del gas letal y traería consigo, por tanto, el fin de toda civilización».
Al parecer, la muerte de Benjamin impactó a los guardias que cuidaban la frontera en Port-Bou, pues permitieron al resto del grupo seguir hacia Portugal. Algunas semanas después se levantó el embargo a los visados. «Sólo en ese día en particular –escribió Arendt- era posible la catástrofe».
En Walter Benjamin: la vida posible (Ediciones UDP), Esther Leslie recuerda una fantasía del artista y cineasta Lutz Dammbeck, en la que imagina lo que hubiese pasado con Benjamin en Estados Unidos: trabaja con Adorno, participa en experimentos con drogas, colabora en prototipos de computadores. «Los laureles de la fama nunca le llegan en Estados Unidos. Muere como un hombre olvidado en una casa de reposo en Ann Arbor». La propia Leslie cree que de seguro Benjamin habría podido obtener una cátedra de profesor; lo mismo si se hubiese ido a Palestina, como le prometió a Scholem; o quizás pudo tener un futuro en Rusia de haberse afiliado al PC alemán. Pero nunca se decidió –no quiso, no pudo... quién sabe–y su muerte sigue llena de especulaciones y versiones.
Independientemente de ellas, no parece arriesgado pensar que Benjamin fue la víctima, una de las millones, de una Europa que se desmoronaba. Ese mundo entre fantástico y real que describió Stefan Zweig en sus memorias, El mundo de ayer. Entonces: ¿quién mató a Walter Benjamin? ¿Él? ¿Hitler? ¿El golpe que le significó el pacto de Stalin con los nazis? ¿Las penurias económicas? ¿El fracaso europeo?
«Frente a la ausencia de esa historia –escribe Leslie–, el acento recae menos en Benjamin como un individuo particularmente desventurado, y más en el representante de un destino típico, el del refugiado, de la persona desplazada, sólo uno de muchos forzados a huir, que pueden o no haber llegado al destino que se les obligó elegir. Benjamin viene a ser un símbolo de la emigración de todos los tiempos, pese a que él es uno de los pocos e inusuales emigrantes que puede ser nombrado, un refugiado del cual conocemos el nombre»
----
(*) Esta es una versión revisada y algo más larga de un artículo que publiqué, con el mismo título, el 8 de agosto de 2010 en Artes y Letras de El Mercurio.