PABLO MONTOYA: LA RELIGIÓN, EL OPROBIO, EL ARTE Y LA CONQUISTA DE AMÉRICA

Juan Rodríguez M.
Veinte años después, ese descubrimiento se convirtió en Tríptico de la infamia (Literatura Random House), una novela en la que los tres artistas europeos descubren, y de uno u otro modo se conmueven por ese viejo mundo que Colón descubrió en 1492; y que le valió a Montoya el Premio Rómulo Gallegos.
Autor de otras tres novelas —La sed del ojo, Lejos de Roma y Los derrotados—, ninguna distribuida en Chile, en la primera parte del tríptico, Montoya cuenta e imagina la experiencia de Le Moyne como parte de la expedición que Jean Ribault hizo a América, durante la cual el artista se impresiona y comunica con los colores y formas del arte nativo. En la segunda, Dubois toma la palabra para contar la matanza de san Bartolomé, en Francia, en 1572, y las noticias que le llegan de lo que acontecía en ese «lejano», «extraño» e «inmedible» nuevo mundo que habían descubierto los españoles y los portugueses. En la última parte del libro, vemos el camino que lleva a De Bry a editar y realizar los grabados de la serie Grandes viajes o América, además de ilustrar la traducción al inglés de la Brevísima relación de la destrucción de las indias de Bartolomé de las Casas.
Un cuento de Carpentier
La religión se implanta y el arte se comunica; algo así se puede intuir mientras al leer Tríptico de la infamia. Que los tres artistas sean protestantes no es un dato más, puesto que el siglo XVI es tanto el de la conquista de América como el de las guerras de religión en Europa (cuyo clímax en Francia fue la referida matanza de San Bartolomé). El paralelo entre ambas violencias se hace evidente a poco andar la novela.
«Las primeras incursiones de esas guerras religiosas en América, tratadas literariamente, las encontré en un cuento de Carpentier que se llama “El camino de Santiago”. Es la historia de, digamos, unos exiliados europeos que coinciden en una playa en Cuba, en pleno siglo XVI. Uno de ellos es un católico español, y el otro es un hugonote francés que viene huyendo de alguna las guerras de religión», explica Montoya. «Y yo me puse a pensar “de dónde sacó Carpentier a este hugonote francés”, y ahí es cuando empiezo a mirar, a rastrear estas expediciones hugonotes francesas que se hicieron en América en el siglo XVI. Fueron aproximadamente tres, y todas fracasaron, un poco por la inexperiencia de ellos, un poco por la presión y la represión militar de Felipe II y del imperio católico español. Mira, en realidad, las primeras masacres religiosas cometidas en el mundo se hicieron en América —la primeras en términos de la cantidad de asesinados. Luego vendría esa gran masacre que es la de San Bartolomé, que sí fue la primera que estremeció el imaginario y el mundo de los europeos. Esas guerras de religión se trasladaron rápidamente al contexto americano, y es en ese mismo contexto en el que sucede la conquista y el exterminio indígena por parte de los españoles. A mí me pareció que a través de esos tres pintores se podía tender un puente entre ambos conflictos; y lo hice además porque creo que en la historia fundacional de nuestro continente latinoamericano se encuentran esos dos grandes traumas: el trauma de la guerra de religión, que pasó de Europa a América, y el trauma del exterminio indígena que fue cometido por los españoles en nuestro continente».
Por eso, agrega Montoya, su novela «es una crítica muy fuerte a esos imperialismos religiosos —sean protestantes o católicos—, a esas religiones monoteístas, que en realidad son grandes imposturas. Ahora bien, dentro de la iglesia católica, y creo que eso también está claramente mostrado en Tríptico de la infamia, hubo una variante que denunció con mucha fuerza ese exterminio; es el caso particular de Bartolomé de las Casas. Inclusive la corona española, que en un principio aprobó o justificó el exterminio, se dio cuenta que estaba cometiendo un error; pero ya era demasiado tarde, ¿no? Entonces sí, la novela es una denuncia clara contra estos imperialismos religiosos, sean protestantes o sean católicos; pero al mismo tiempo muestra unas facetas que nacen en el interior de las religiones o de los establecimientos eclesiásticos, que también se mostraron muy solidarios con el sufrimiento de los nativos americanos».
—En la novela, De Bry dice: «Tal vez del oprobio bendecido por una religión enferma surja una reconciliación. De la mentira y el engaño aparecerá acaso una palabra capaz de diálogo». ¿El castellano que hablamos es esa palabra?
—Sí, yo creo que la palabra puede ser una de esas formas de reparación. Como esas formas de bendición que tiene el hombre para conjurar esta cosa terrible de la que venimos. Eso es lo que yo pienso, que venimos de una gran herida y el problema es que nos han dicho, a lo largo de los siglos, lo que han opinado y lo que han considerado los vencedores, salvo raras excepciones. Y creo que ahora, por fin, les estamos dando la palabra —literaria— a los indígenas.
—El libro tiene mucho de crónica y de ensayo, ¿por qué elegiste la novela para contar esta historia?
—Porque creo que la novela es el género más apropiado para introducir todo tipo de abrazos entre géneros: introducir el ensayo, introducir una forma narrativa que a veces tiene mucho que ver con el cuento, introducir fragmentos poéticos, o una escritura que remite continuamente a la poesía. Me parece que la novela, tal como yo la he concebido en mis cuatro novelas, debe dar espacio al ensayo Y por qué te lo digo, porque en el caso particular de la novela colombiana, a partir de ese triunfo descomunal de García Márquez, de alguna manera nos hemos alejado de una tradición novelística que está dialogando continuamente con los géneros literarios. Si tu ves la obra novelística de García Márquez, y de los escritores que han seguido ese camino propuesto por él, no hay espacio para el ensayo; o sea, no es en rigor una novela de ideas, sino que de acontecimientos. Entonces, de alguna manera quise continuar una tradición más europea que latinoamericana o colombiana, más afincada en lo que han planteado los alemanes, los franceses.
—La novela como «el género de géneros», que te permite ir mezclando, zurciendo distintos fragmentos
—Sí, exactamente. La otra cosa es el asunto fragmentario, que también me ha parecido muy interesante, y que también he trabajado a lo largo de mis cuatro novelas. Se acaba de publicar en Chile Tríptico de la infamia, ¿cierto?... Bueno, las otras tres novelas mías, que no circulan en América Latina actualmente —aunque la primera acaba de ser publicada en Argentina, La sed del ojo—, son novelas que le apuestan mucho a la escritura fragmentaria; yo creo que por ahí también va mi propuesta.
—En el libro se ve la incapacidad de lo europeos de comprender las creencias, las formas de ser de los indígenas, pero también está la apertura que se da en los tres artistas, sobre todo en la primera parte, que muestra al tipo impresionado con los colores, con las formas, intentando comprender. Me da la idea que estableces un paralelo entre arte y humanismo, o incluso entre arte y civilización. No sé si pudieras ahondar en esa idea.
—Es más o menos esa idea de terminar con el viejo discurso de la civilización y la barbarie, ¿no? Inclusive, en ciertos momentos de la novela, lo que se pretende decir es que los bárbaros son los occidentales; bueno, es un viejo discurso que ya había iniciado con Michel de Montaigne. Yo le apuesto un poco a ese diálogo cultural hecho a través del arte, a través de estos pintores, del indio Kututuka y del francés Le Moyne. Es una propuesta que yo hago, pues en la realidad histórica no sé que pasó con Le Moyne, si se dejó tatuar o no, eso está mucho más allá de mi conocimiento. Pero al leer la pequeña relación de viaje que escribió, uno se da cuenta de que es una relación de viaje muy particular, porque muestra en diferentes momentos una apertura de la mente de Le Moyne a ese mundo que está viendo; e inclusive cuando uno mira los dibujos, las láminas que él hizo, uno se da cuenta que el tipo sí vio de alguna manera al otro, al otro indígena, al diferente. Entonces, a partir de hechos históricos yo propongo en la novela un diálogo, un diálogo fraternal entre los dos imaginarios pictóricos. Sin embargo, al mismo tiempo están guerreándose entre ellos: entre los mismos indígenas, y entre los europeos y los indígenas. De modo que se trata de proponer una especie de pausa en la acción bélica para mostrar lo que en realidad siempre ha pasado: que en los planos culturales ha habido un diálogo entre europeos y nativos. Evidentemente, en muchos casos o en la mayoría de los casos, ha predominado lo occidental, y ahora estamos pasando por una crisis de valores —al menos en Colombia, y yo creo que también en Chile, que tiene una población indígena importante— y estamos abriendo las puertas a las propuestas culturales indígenas. Te hablo, por ejemplo, en el caso colombiano, de la medicina ancestral de las comunidades indígenas, que durante mucho tiempo fue considerada como mera superstición, y ahora cada vez tiene más espacio en la terapia de la sociedad colombiana. También podría hablar de los vestuarios, de las danzas, de los cantos y de la forma que tienen los indígenas de entender el universo. Yo creo que estamos en un momento en que se está hablando o se está presentando con claridad o con relativa claridad, que no existía antes, el fenómeno del multiculturalismo. Que es un fenómeno que a mí me ha suscitado sospechas, pero que en ciertos casos me parece muy genuino: cuando dos culturas dialogan entre sí y no hay un ningún síntoma de superioridad en ninguna de ellas.
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TRÍPTICO DE LA INFAMIA Pablo Montoya Literatura Random House, Bogotá, 2015, 305 páginas. |
—¿Compartes la visión pesimista o tal vez desencantada de los seres humanos que presenta el Tríptico de la infamia?
—Justamente en El Espectador, que es un diario aquí, de Bogotá, salió anteayer o hace como tres días, una entrevista que me hicieron a propósito de un nuevo libro mío que se llama Terceto, y me preguntaron sobre mi escepticismo y pesimismo. Y bueno, yo respondí algo que me parece claro: soy muy escéptico, muy crítico de, digamos, esta retórica populista de las sociedades de consumo, de los medios de comunicación, en general de los gobiernos, que creen o dicen que el mundo va por buen camino cuando en realidad el mundo va hacia un despeñadero impresionante. La entrevista de El Espectador la titularon “Vamos hacia el abismo” [ríe], y tremendo lío el que se me ha armado, porque inclusive mi hija me acaba de escribir para decirme por qué soy tan pesimista, que cómo mando un mensaje a las nuevas generaciones de ese talante [ríe]... Pero, bueno, pienso que a veces hay que hablar de ese modo para despertar un poco las conciencias adormecidas por esta sociedad de consumo tan impresionante, por estas democracias neoliberales falaces, completamente; y por esos populismos de izquierda que dan lástima. Yo te podría hacer un panorama verdaderamente oscuro del planeta: el problema del calentamiento global, las industrias grandes de la minería que están acabando con Colombia (ríe), esos diálogos de paz que están pregonando aquí los dirigentes colombianos del gobierno actual mientras, por el otro lado, o a escondidas, le entregan el país a las multinacionales de la minería de una manera vergonzosa. Bueno, hay suficientes razones para decir que estamos en un momento de quiebre. ¿Cierto? Entonces se podría argumentar que soy un gran pesimista, pero no, yo creo en los lazos de la amistad, creo en los lazos del amor, creo en el poder de la palabra, creo en el vino [ríe]... bien tomado, ¿no? Entonces sí, volviendo al Tríptico de la infamia, yo muestro un panorama muy oscuro, pero al mismo tiempo, como viste, estoy mostrando el interés por parte de esos artistas en aprender las técnicas del arte nativo, en solidarizar con los otros seres humanos.
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La entrevista fue hecha cerca del 4 de marzo de 2016; la publico ahora, 31 de agosto, porque Pablo Montoya acaba de ganar el Premio José Donoso de la Universidad de Talca.