LAS BESTIAS DE FEDERICO RODRÍGUEZ
Esta entrevista a Federico Rodríguez la hice para el artículo Rebelión en la granja -publicado en el suplemento Artes y Letras del diario El Mercurio, el 8 de mayo de 2016-, y a propósito de su libro Cantos cabríos. Jacques Derrida, un bestializo filosófico (FCE).
-¿Por qué asumiste el desafío que dejó Derrida de hacer un bestiario? ¿Derrida reconoce alguna diferencia decisiva entre los hombres y los otros animales?
-Bueno, por un lado, porque me parece que «el problema del animal» es uno de los problemas más decisivos tanto de del trabajo de Derrida como de la filosofía contemporánea. Esta frase puede ser completamente fútil, lo es de hecho, entre otras cosas porque el problema del animal no es un solo problema, y porque decir «decisivo» es siempre algo singular, a menos, claro, que uno se sitúe, respecto a lo que pasa en filosofía (o en cualquier otra cosa), a vista de quebrantahuesos, lo que no me interesa en absoluto. Entonces, lo que trato de decir es que el «problema del animal», en su extrema complejidad, lleva muchos otros problemas filosóficos a una especie de zona límite, a un umbral, que amenaza con disolverlos, abrasarlos, o, a través de metamorfosis inimaginables, dotarles de un nuevo vigor. Me parece que Derrida piensa, de modos diversos, las cosas desde aquí. Por otro lado, si asumí ese desafío, por usar tus palabras, fue porque eso me permitía, desde el comienzo, «hacer otra cosa» con Derrida: no sólo leerle a él, leer lo que él dice sobre tal o cual asunto, seguir sus estrategias compositivas, etc., sino injertarlo en la gran tradición de los bestiarios medievales, tradición a la que prácticamente no se refiere en su trabajo. Al mismo tiempo, esto de crear un bestiario era algo que me permitía, también, hacer una cosa diferente a una tesis doctoral, que es el marco de procedencia del libro. Quiero decir: desde muy pronto, se me impuso la idea de que lo interesante era, justamente en el marco institucional de la tesis, montar algo, darle vida, movimiento autónomo, a alguna cosa, y no simplemente demostrar algo, o tener, como se suele decir, una tesis, una posición libre de enemigos, cercada, con un par de soldaditos en la puerta, algo que decir. Eso aburre rápido: tesis hay muchas, nacen como champiñones a la sombra de los árboles: una, otra, otra más. En realidad, para tener una tesis, sólo hay que decidirse a talar lo que sobra, práctica, evidentemente, siempre delicada. Más que la tesis, me parece, importa la consistencia de un trabajo, y lo que logra vivir, en su frágil autonomía, y hasta que se muere, sin uno. En cualquier caso, todas las cosas nacen muertas. Por lo demás, un «bestiario», claro, no es una mera recolección de bestias, como el que clasifica mariposas o tubérculos en las tardes de verano. Es algo más: implica cuestiones fisiológicas, religiosas, pictóricas. De ese «algo más», de atisbarlo, definirlo y expresarlo, a través de una mutación del arcano género medieval en filosofía, se trataba. Por último, siendo, como resulta en el libro, un «bestiario filosófico», eso obligaba también a considerar una serie de asuntos de otro modo a partir del trabajo de Derrida y de otra serie de cuestiones abiertas (como es el caso de «la tragedia», particularmente importante en el libro a nivel compositivo; dicho de otro modo: el «bestiario filosófico» se expresa trágicamente; eso es, en efecto, el «cantar cabrío», eso es lo que la palabra griega «tragedia» esconde). A Derrida, quizá, le habrían salido ampollas, o escamas, hubiera devenido víbora o tiburón, si hubiera no ya escuchado, ya que él mismo lo imagina dubitativo, como el que no da crédito de lo que acaba de decir, en un texto importante, sino vista realizada esa expresión: «bestiario filosófico». El bestiario, dicho de otro modo, era una manera de leer de cerca a Derrida, pero hacerlo también desde una tradición (o varias) más o menos extraña a Derrida, para, en función a esa cercanía y, al mismo tiempo, lejanía, llevar las cosas filosóficamente a otros lugares.
Respecto a la segunda pregunta, diría que no se trata nunca de la «diferencia decisiva», que suena a una especie de «combate final» al final de una película dominical de sobremesa. La «diferencia decisiva» es el motivo mismo del Humanismo en sus más diversas versiones (aporías del missing-link, hombre de Piltdown, etc.). Se trata, más bien, del múltiple diferencial, del movimiento de la diferenciación, en fin, de la différance. El ser humano es un animal (y quizá logre ser, o esté ya siendo, otro animal), que mantiene múltiples diferencias con otros animales, los cuales a la vez tienen incontables diferencias con otros tantos animales. Es la pareja, simple, «hombre-animal», lo que resulta problemático y, a fin de cuentas, devastador. Si todo esto acaba con el dibujito de un hermoso árbol cuyo último fruto de la evolución es el Hombre, pues poco más hay que decir. Nada tiene que ver, a menos que acudamos a la genética, una lombriz de tierra con un papagayo, un lémur con un mamut. Curiosamente, creer en esa diferencia decisiva, creer en ella pasivamente, y manifestarla lingüísticamente sin darnos cuenta, es algo de lo más común. Pero ese común es poco comunitario.
Respecto a la segunda pregunta, diría que no se trata nunca de la «diferencia decisiva», que suena a una especie de «combate final» al final de una película dominical de sobremesa. La «diferencia decisiva» es el motivo mismo del Humanismo en sus más diversas versiones (aporías del missing-link, hombre de Piltdown, etc.). Se trata, más bien, del múltiple diferencial, del movimiento de la diferenciación, en fin, de la différance. El ser humano es un animal (y quizá logre ser, o esté ya siendo, otro animal), que mantiene múltiples diferencias con otros animales, los cuales a la vez tienen incontables diferencias con otros tantos animales. Es la pareja, simple, «hombre-animal», lo que resulta problemático y, a fin de cuentas, devastador. Si todo esto acaba con el dibujito de un hermoso árbol cuyo último fruto de la evolución es el Hombre, pues poco más hay que decir. Nada tiene que ver, a menos que acudamos a la genética, una lombriz de tierra con un papagayo, un lémur con un mamut. Curiosamente, creer en esa diferencia decisiva, creer en ella pasivamente, y manifestarla lingüísticamente sin darnos cuenta, es algo de lo más común. Pero ese común es poco comunitario.
-Junto dos asuntos, pues puede que las respuestas sean complementarias: (a) ¿Por qué la filosofía, salvo excepciones, se distancia de los animales? (b) ¿El humanismo es «especista»? Y si lo es, ¿entonces el asunto es superar el humanismo o, más bien, reformularlo?
-Si la filosofía ha tenido como objeto primordial «lo que pensar quiere decir» (o mejor: el pensar el pensar), entonces, el animal, privado tradicionalmente de pensamiento, al menos desde los comienzos de la Modernidad, tenía que ser algo de lo que distanciarse, como tú bien dices, incluso algo que excluir. Pienso, por ejemplo, en un texto clave como Antoniana Margarita de Gómez Pereira. Descartes, no siempre se cuenta la historieta (pero esto lo mostró, precisamente, un compatriota suyo, Pierre-Daniel Huet) plagia el cogito, el afamado «pienso luego existo», a este médico vallisoletano. ¡Descartes como copión! ¿Y quién podría verdaderamente demostrar esto? En cualquier caso, la historieta revela un síntoma, verdaderamente magnífico, para la, así considerada, escena de la auto-posición del pensamiento Moderno. Pero esto nos llevaría a otros lados, a sitios muy cómicos, como, por ejemplo, cuando Derrida se imagina que Hegel, en la Ciencia de la lógica, miente: se le escapan unas mentirijillas sin quererlo. El caso es que «la exclusión» es una especie de consecuencia lógica, armable desde una serie de presupuestos bien localizables.
Respecto a la segunda pregunta: el «especismo» es una tesis, bien conocida, supongo que eso es una de las cosas que a la que tu pregunta interpela, del filósofo Peter Singer, filósofo que, entre otros muchos, ha tenido un papel protagonista en el problema de los «derechos de los animales». Para empezar a responder a la misma, lo primero que habría que definir es lo que «humanismo» quiere decir. El humanismo de Pico della Mirandola no es el humanismo de Sartre, claro. Pero eso nos llevaría mucho tiempo. Supongamos que «humanismo» quiere decir, o mejor, implica, una diferencia tajante del ser humano respecto al resto de la vida animal; es decir: supongamos que no hay humanismo posible sin esa diferencia tajante: sin un corte, una demarcación territorial, una hachazo celoso, una propiedad que defender. Y supongamos, también, que el especismo, sobre el que también habría también mucho que decir (es una palabra feísima), es la tesis según la cual una especie, diferenciable de otra a partir de una diferencia tajante, por ser predominante, puede subyugar, subyuga de hecho, al resto de especies: la especie responde ante (los intereses de) la propia especie, no ante otros. En este sentido, el humanismo es, ha sido y sigue siendo, especista. Pero el especismo parece ser, entonces, más grande que el humanismo, más grande que el antropocentrismo, aunque el animal humano sea el animal dominante (con permiso, claro, de las bacterias, de las ratas, de las cucarachas, a las que no hay que olvidar, pues nos enterrarán a bocados). En cualquier caso, la pregunta se podría armar desde otros lados. El propio Singer comienza hablando de la tiranía del hombre sobre los animales hablando de la tiranía de los blancos sobre los negros y, más adelante, de la de los hombres sobre las mujeres. ¿Reformular el humanismo? No lo sé, eso de reformular el humanismo suele venir de la mano de ciertos delirios megalómanos, megalo-hu-manos si se me permite, masivamente perjudiciales; y, en primera instancia, perjudiciales para los propios humanos: el humanismo también ha sido la tesis de un humano sobre otros. Me interesa más animalizar el humanismo, desatar una potencia que sólo nace de la clausura del poder, cosa que en ningún caso pasa por una «superación». No hay nunca nada, ni nadie, a quien, o que, superar. La superación es un falso concepto, y una actitud existencial, es decir, política, deleznable.
Respecto a la segunda pregunta: el «especismo» es una tesis, bien conocida, supongo que eso es una de las cosas que a la que tu pregunta interpela, del filósofo Peter Singer, filósofo que, entre otros muchos, ha tenido un papel protagonista en el problema de los «derechos de los animales». Para empezar a responder a la misma, lo primero que habría que definir es lo que «humanismo» quiere decir. El humanismo de Pico della Mirandola no es el humanismo de Sartre, claro. Pero eso nos llevaría mucho tiempo. Supongamos que «humanismo» quiere decir, o mejor, implica, una diferencia tajante del ser humano respecto al resto de la vida animal; es decir: supongamos que no hay humanismo posible sin esa diferencia tajante: sin un corte, una demarcación territorial, una hachazo celoso, una propiedad que defender. Y supongamos, también, que el especismo, sobre el que también habría también mucho que decir (es una palabra feísima), es la tesis según la cual una especie, diferenciable de otra a partir de una diferencia tajante, por ser predominante, puede subyugar, subyuga de hecho, al resto de especies: la especie responde ante (los intereses de) la propia especie, no ante otros. En este sentido, el humanismo es, ha sido y sigue siendo, especista. Pero el especismo parece ser, entonces, más grande que el humanismo, más grande que el antropocentrismo, aunque el animal humano sea el animal dominante (con permiso, claro, de las bacterias, de las ratas, de las cucarachas, a las que no hay que olvidar, pues nos enterrarán a bocados). En cualquier caso, la pregunta se podría armar desde otros lados. El propio Singer comienza hablando de la tiranía del hombre sobre los animales hablando de la tiranía de los blancos sobre los negros y, más adelante, de la de los hombres sobre las mujeres. ¿Reformular el humanismo? No lo sé, eso de reformular el humanismo suele venir de la mano de ciertos delirios megalómanos, megalo-hu-manos si se me permite, masivamente perjudiciales; y, en primera instancia, perjudiciales para los propios humanos: el humanismo también ha sido la tesis de un humano sobre otros. Me interesa más animalizar el humanismo, desatar una potencia que sólo nace de la clausura del poder, cosa que en ningún caso pasa por una «superación». No hay nunca nada, ni nadie, a quien, o que, superar. La superación es un falso concepto, y una actitud existencial, es decir, política, deleznable.
-Si la filosofía ha dicho «yo pienso», «yo sufro», «ellos no», ¿cuál sería la versión animalizada del «yo pienso» y «yo sufro»?
-La versión animalizada del «yo pienso» es que «yo no pienso tanto» como creo pensar, «no sufro tanto» como creo sufrir, que no soy, en fin, tanta cosa como creo ser. Montaigne vio esto muy bien. El verbo creer es aquí clave. «Animalizar la filosofía» quiere decir, en este sentido, poner en jaque lo que la filosofía cree reservarse, bajo la forma del «humanismo trascendental», es decir, bajo las formas de las «condiciones de posibilidad», para sí misma, denegando esas reservas, preciosos tesoros que se consideraron necesarios para la constitución de cierta subjetividad, al resto de animales. La filosofía puede ser otra cosa, lo ha sido, y lo sigue siendo desde determinadas ópticas; el humanismo tal vez no. Así pues, no se trata tanto de afirmar que los animales piensen, tengan cultura, accedan a la risa, o un sentido de la muerte (aquí, en cualquier caso, hay que remitir a los abundantes estudios etológicos realizados en los últimos 50 años); no se trata de darles a ellos, como una especie de justiciero vital cabalgando en una noche cerrada, todo lo que les quitaron, sino de poner en duda que el animal humano pueda efectivamente hacer esas cosas que cree hacer como tales, siendo así que para que él haga eso los otros no pueden hacerlo. Se trata, una y otra vez, de la soberanía que el animal humano se otorga para diferenciarse. Se ve aquí, claro, uno de los gestos característicos de eso que se ha llamado «deconstrucción»: la complicación. Dicho de otro modo: es la estructura lógica de la denegación, y el síntoma que de ahí brota, lo que me interesa.
-Aunque sea incipiente, ¿a qué atribuyes el "buen momento", si me permites la expresión, que viven los animales, la cuestión de los animales; graficado, como dices tú, en rótulos como «Animal Studies», «Animal Philosophy», «Animal Rights»?
-Son, efectivamente, cuestiones diferentes con historias diversas injertas en múltiples tradiciones que comparten ciertos síntomas. Por supuesto, también hay, o hubo, uno nunca sabe, una moda. Y hay también un negocio. Estas cosas son claves. Pero no puedo entrar ahora en ello. Contestando a tu pregunta: el animal, como figura de la exterioridad, se impone toda vez que la seguridad de un territorio, por ejemplo el que define a lo humano, se desestabiliza. Esas seguridades, esos «seguros de vida», a lo largo del siglo XX, tanto en las artes, en la ciencia, como en la filosofía, no han hecho sino implosionarse. Eso quiere también decir que la exterioridad del animal, en realidad, era una interioridad: el animal es lo íntimo manifestándose, la inmanencia absoluta: l’animal que donc je suis.
-¿Hay algún vínculo o complicidad entre las reivindicaciones de los movimientos animalistas y este bestiario filosófico?
-Hay complicidad en los que esas reivindicaciones tienen de movimientos desestabilizadores, problemáticos, deconstructivos. Las relaciones entre el animal humano y el resto de animales tienen, sin duda, y Derrida esto lo dijo muy claro en una valiosa entrevista, que cambiar. Sin embargo, las reivindicaciones de los movimientos animalistas abogan, también, por cosas muy humanistas, como es el caso del derecho. Quiero decir: dar derechos a los animales es un gesto ejemplarmente humanista. Todos queremos tener derechos, todos queremos tener «los mismos derechos» ¿o no? Ahora bien: dar derechos es humanizar. Es una obviedad. Así pues, aquí hay un problema, una paradoja: es preciso dar derechos (a los que no lo tienen; es preciso luchar por los derechos de todas y todos), a sabiendas de la naturaleza perversa del propio derecho. Habría que ser un canalla para negar el acceso al derecho desde una posición de derecho. Pero hay algo podrido en el derecho, como decía Benjamin. Por eso mismo, lo urgente es cambiar lo que «derecho», «tener derechos», o vivir en un «estado de derecho», quiere decir. Precisamente, para que pueda haber justicia. Y, particularmente, cuando el Estado de Derecho es una enorme Máquina de Guerra sobre la que se monta la pantomima (plataforma mercantil) de la actual «Democracia». Ser «sujeto de derechos», como se dice, es algo tremendamente problemático.
-Derrida confiesa “la vieja obsesión de un bestiario personal y un poco paradisíaco”. ¿Hay algo de nostalgia del paraíso perdido, de querer volver al paraíso en esta apertura a los animales no humanos o animalización de la filosofía?
-Puede ser. No lo sé. Derrida, y hablo evidentemente del escritor, es un tipo nostálgico, en duelo, vestido textualmente de negro, pero con un salpicado rojo aquí y allá. Además, hay una amplia tradición judaica en la que Derrida, en ciertos puntos, se puede reconocer, a pesar de sus amplias resistencias. Aquí se pueden hacer, como ya se han hecho, las más variadas lecturas. Por ejemplo, el «paraíso», claro, es en hebreo el «PaRDes», es decir, el jardín, al que Derrida se refiere en diversos lugares. Pero todo esto sería demasiado fácil. Quizá, con eso de «un poco paradisíaco», Derrida se refiriese a la intimidad de su niñez, a una escena placentera, a ese jardín de Argelia al que llamaban sus padres el «Pardes», infancia en donde, por lo demás. aparecen varios animales, como los gusanos de seda, tutores de su romanticismo, o gallinas acefálicas corriendo sin rumbo en el día del Gran Perdón. No hay que olvidar, en cualquier caso, que es en el «Paraíso» en donde los animales, en el marco de la tradición abrahámica, reciben sus nombres. Tal vez nunca un posesivo fue más dudoso. Es decir: es en el paraíso en donde los animales, saltimbanquis alegres, comienzan a ponerse algo tristes. ¿Cómo vivir alegremente desde que te ponen un nombre propio? Yo conozco, en cualquier caso, a más de uno. Son siempre tipos con carácter.
-¿Cuál es tu animal favorito (que no sea el ser humano; puede ser, o no, uno de tu bestiario) y por qué? Y, a propósito, ¿tienes mascota?
-Podría decir que el ornitorrinco, aduciendo razones obvias o rimbombantes, todo el mundo sabe que el ornitorrinco es un animal maravilloso, pero, en realidad, me interesa, por ejemplo, la vida del gorrión. Sabes, el gorrión es un pajarillo perfectamente común, tanto que hasta lleva ese apellido en su nombre científico «gorrión común [en latín es, incluso, más interesante, podríamos jugar mucho con esto: passer domesticus]». Se encuentra en muchísimas ciudades del mundo, a veces con pequeñas diferencias. Es una especie de opuesto, en cierto sentido, a la paloma. El gorrión es un animal salvaje, pero al interior de la ciudad. Lo que más me gusta es que es un pillo: es rápido, inteligente, ladronzuelo, encantador. A veces uno se encuentra crías de gorrión por las calles y las lleva a casa para hospedarlas: se mueren rápido, y eso forma parte también, tal vez, el alma del gorrión. Sabes, en Andalucía hay una expresión que dice así: «¡no seas gorrión!». Eso pasa cuando alguien ve que otro, tantas veces un buen amigo, va a hacerle alguna jugarreta traviesa, hábil y rápida, en un determinado momento, por ejemplo sobre la barra de un bar. Así se suelta esa frase, «¡no seas gorrión, fulano!», acompañada de un sonrisa cómplice. Respecto a las mascotas: no me interesan las mascotas si por «mascota» se entiende lo que habitualmente se entiende: un peluche vivo, caliente, al que acariciar cuando llueve. He tenido, de niño, en cualquier caso, muchas «mascotas». Cosa aparte, durante muchos años compartí la vida con una perra moteada llamada Nadja. Hace tiempo que ya, por diversas razones, no la puedo ver mucho. Pero ella encontró rápidamente mejor compañía.
----------
Por: Juan Rodríguez M.